Que no pare la música







Se acerca la Nochevieja y con esta ocasión hubieran bailado hasta no parar en El Casino Principal, donde los bailes tenían fama. Las cosas se olvidan porque no se acude a quien tiene memoria de ellas. Vivimos en una época en que la memoria ha perdido protagonismo, en el colegio y en la vida. A los niños ya no se les obliga a memorizar las tablas de multiplicar ni las listas de los reyes godos, que un día fueron útiles para entrenar el cerebro.
Tampoco nosotros memorizamos, ¿para qué? Si cualquier duda que tenemos nos la resuelve google con un pisotón del índice. Y, por supuesto, nos impacientamos cuando los viejos nos cuentan sus batallitas, esas batallitas que luego no encontraremos en google ni en la wikipedia ni en los archivos municipales ni en ningún sitio. Porque las batallitas se las llevan los viejos, cuando se van los viejos, y nos quedamos sin ellas para siempre.
Por eso, porque Fina Ortega se toma en serio mis preguntas sobre los bailes de Chinchilla, y consulta a sus asesores, nos enteramos de que los bailes en El Casino Principal eran famosos. Pero no solo en El Casino. Hace medio siglo, se bailaba en un montón de sitios. Desde San Antón hasta el Miércoles de Ceniza era un no parar. El baile de Carnaval tenía un esplendor glorioso, porque se sacaban a relucir las ropas antiguas, que las había en abundancia, a juego con el patrimonio de la ciudad. Y las mascaradas alcanzaban un colorido que para sí lo quisiera Venecia. El Badano, El Chispa, El Samba, eran locales de moda.
En El Badano había sesiones de tarde y noche. Oficiaba el maestro de la banda, Rafael Soria, y cortaba las entradas Eladio, el portero. A dos reales. Había quien prefería El Chispa, en la planta superior de El Pósito, la actual Oficina de Turismo. Allí oficiaban El Rojete con el saxo, Nicolás el del Sacristán con la trompeta y Toñete con el requinto, en los ratos en que no fabricaba y reparaba radios en la curva de la Farola. También Paco el gaseosero se aplicaba al saxofón con Josete el del Sindicato. Saxos no faltaban. Daniel, el hijo de don Marceliano el Maestro, tocaba el clarinete. La orquesta se hacía llamar Sefández, mezcla de las iniciales de sus componentes. Pero, si uno buscaba otra marcha, podía subir al Samba, en la calle San Julián. En la pared de la entrada los recibía la pintura de una pareja contoneándose al son de ese ritmo. También se bailó donde ahora está la biblioteca, que en verano era el cine de Ramiro.
Para bailar en la Pista Avenida, el actual Claustro Mudéjar, había que esperar al verano. A cambio, en las noches de agosto servía como cine. El Festival de Teatro Clásico era una quimera todavía. De hecho, el salón de teatro se encontraba, más o menos, donde hoy está el cuartel de la Guardia Civil. Y, entre la casa del abanico, que era la herrería de Andrés Hoyos, y aquel teatro, paseaban las parejas y los que buscaban pareja, por delante de la casa de la Gaspara, que hoy es el Emporium. Así, van hilvanando un recuerdo con el otro y llega un momento en que los recuerdos se disparan y el bolígrafo no da más de sí para seguirlos. Se aceleran las asociaciones mentales que relacionan un nombre con una casa, con un oficio. Son Consuelo Claramonte, Fernando Ruiz y Perfecto García. Entre los tres suman dos siglos y medio. Entre los tres salvan para todos este tesoro de juventud y baile, que registramos aquí, para que nadie nos acuse de haber permitido que aquella música se pierda en el olvido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario