El belén



Muchas veces he pensado que la Chinchilla del cerro de San Cristóbal, vista desde el casco histórico, tiene algo de belén, con sus casas bajas, escalonadas sobre un fondo verde, que desde lejos podría confundirse con musgo. Admito que es una asociación muy personal y hasta gratuita. La de alguien que sabe que en ese lado de la ciudad se ubica el belén más popular de los contornos. Un belén que viene saludando a las navidades desde 1984.
Aunque no siempre estuvo donde ahora, en la iglesia de Santo Domingo. Los primeros años se acomodaba en la iglesia de Santa María del Salvador, en la capilla del bautismo, y así fue sucediendo hasta que en 1989 se realizaron obras de rehabilitación en el templo principal de Chinchilla y hubo que buscar otro espacio.
Entonces fue cuando bajó a Santo Domingo. Pero aún no se colocó en la nave central, sino que estuvo unos años en el fondo, a la izquierda, en un espacio que sigue acotado y que los belenistas utilizan como taller y almacén. La Asociación, aunque no siempre fue Asociación, es tan vieja como el belén mismo. Se conformó cuando aquel 1984, el entonces párroco, Sebastián Aguilar, volvió de un viaje por Andalucía con la convicción de que podía ser una buena idea componer un belén grande. Y estuvo buscando voluntarios que dieran el paso. La mayoría fueron jóvenes del pueblo. El que hoy dirige las operaciones tenía entonces dieciocho años. Hoy, los demás le llaman jefe, para hacerle rabiar. Él prefiere que su nombre no conste para que siga siendo toda la Asociación la protagonista, como en Fuenteovejuna.
Siempre había hecho el belén en su casa. Pero no es lo mismo. No era lo mismo en las primeras ediciones del belén de Chinchilla. Ahora, mucho menos. El jefe lleva el belén en la cabeza todo el año, lo va construyendo mentalmente. A la hora de plasmarlo, le preocupan sobre todo las perspectivas. Una de las peculiaridades que distinguen al belén chinchillano es que no solo se mira de frente, como la mayoría, a los que el espectador se asoma siempre desde la misma posición. El visitante del belén chinchillano va dándole la vuelta al paisaje. Y, a cada paso, cambian los perfiles, los horizontes, las calles, las montañas. Se le abren nuevas rendijas hacia escenas que ya ha visto más de cerca y que luego a lo mejor contemplará desde otro lateral. Salvar ese continuo cambio de perspectivas, con figuras cuyo tamaño puede variar en más de diez centímetros, requiere una visión tridimensional. La que ha entrenado el jefe.
Y luego están las reconstrucciones a escala. Cada año, un castillo diferente. Hay que visitarlo, sacar planos, fotografías, y luego fijarlas en la maqueta desde la que el rey Herodes contemplará el desfile de sus ejércitos o la muerte a espada de los recién nacidos. Y el paisaje del desierto, que siempre acoge arquitecturas que existen al sur del Peloponeso o en el Egipto remoto. Y siempre el río, con el agua viva, y el pescador, los leñadores, los pastores, los personajes característicos, algunos de ellos procedentes de fabricantes muy antiguos. Y el transcurrir de la luz entre el día y la noche. Y, sobre todo, la Sagrada Familia, en cada una de las escenas que vive hasta llegar al portal. Porque el belén es un relato de ese recorrido. Un relato que huele a musgo y paja y papel de estraza. Un relato tridimensional que visitan cada año dos mil personas, que va a cumplir treinta años y cuyo influjo se extiende por los alrededores, por toda la Chinchilla del cerro, desde Nochebuena hasta San Antón.
  

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