Del gorrino, hasta los purines



Ni sociedad postindustrial, ni de la información, ni posmoderna. Lo que verdaderamente caracteriza al tiempo en que vivimos es que usamos y tiramos. Sociedad de usar y tirar. Empezando por el envoltorio. Todo viene envuelto en plástico o en cartón, cuando no en lata de aluminio o tetrabrick. No hay más que darse un paseo por el campo después de una romería o por una de nuestras plazas después de un botellón.
El contenido de los recipientes ha sido ingerido o vertido, tal vez regurgitado, pero el espacio queda cubierto de desperdicios industriales, que muchas veces solo sirven para hacer más atractivo el producto y que, por lo tanto, pierden toda utilidad una vez que el producto ha sido comprado. Todo ese material ha requerido de un largo proceso: recolección de materias primas, que han sido reelaboradas con la ayuda de energía, han necesitado de publicistas que han buscado soluciones atractivas, de artistas que les han dado forma y de ingenieros que han hecho posible la realización de esas ideas con máquinas apropiadas. Todo este trabajo va finalmente al basurero, cuando no se queda tirado en el paisaje.
Pero el afán de usar y tirar lo llevamos mucho más allá. Lo aplicamos sobre nosotros mismos. No es que lo hagamos de forma premeditada, claro. Lo hacemos empujados por este tiempo irracional al que pertenecemos. En anteriores generaciones, los abuelos fueron una fuerza importante: el consejo de ancianos, el contraste de las decisiones con el sentido común y la experiencia, antes de ponerlas en práctica. Los libros e internet contienen el saber, pero no lo han vivido. Los abuelos sí. Y sin embargo, los arrumbamos en los márgenes, condenándolos a una especie de lazaretos donde se les pierde de vista, porque la vejez es fea y estorba, porque lo que interesa es la juventud, una juventud de usar y tirar. Las materias primas ya no vuelven. La juventud tampoco. Solo si nos lo proponemos seremos capaces de encontrarles un segundo y hasta un tercer uso muchas veces más ricos e importantes que el primero.
En este contexto se sitúa la experiencia de un granjero valenciano, Ignacio Sanchiz, que ha logrado cerrar el círculo del aprovechamiento en sus granjas de gorrinos para que no se desperdicie ni un gramo de nada. El otro día estuvimos en la inauguración de su planta de biogás de Balsa de Ves. Utiliza los purines de los cerdos, es decir las heces de estos animales, para producir energía que a su vez se reinvierte en la granja en un 85%. La que sobra se libera en la red eléctrica. Lo que no se convierte en energía, se convierte en fertilizante. Ni siquiera quienes aseguramos que del gorrino nos gustan hasta los andares habíamos concebido que el aprovechamiento de este animal pudiera llegar hasta el extremo al que lo ha llevado Sanchiz, que además de la granja de Balsa de Ves regenta otras gemelas en Bonete y en Chinchilla. Son en realidad hoteles de crianza de estos animales, que han ganado todos los premios ganables a las empresas energéticamente eficientes, hasta el punto de que corre la leyenda de que los organizadores rogaron a Sanchiz que no se volviera a presentar, para dejar cancha a otros concursantes. Es por lo tanto un ejemplo aislado, pero suficiente para dar que pensar en las posibilidades que estamos derrochando cada día cuando vemos alejarse el camión de la basura cargado hasta las tachas. Claro, que Ignacio Sanchiz ha tenido que ir a buscar la tecnología hasta Israel. Allí no tiran a sus científicos como está haciendo este país. Los exprimen bien a fondo.

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