Las noticias no suelen llenarme. Las leo para
sentirme dentro del mundo, pero son de usar y tirar. Al día siguiente ya son
viejas, lo que paradójicamente altera su valor.
Si en una hora de aburrimiento cae en nuestras manos un periódico caducado, lo que más nos interesa no suele ser la portada, sino algún reportaje perdido en el corazón del diario que nos pasó desapercibido en la lectura del día de la fecha. Tal vez por eso mismo cada mañana abro el periódico con la esperanza de encontrar un artículo donde pueda aprender algo que me invite a pensar, un artículo que seguir recordando al final de la jornada, en el momento de hacer balance. Y aunque son muchos los periódicos que terminan acumulándose en el olvido nuestro de cada día, de vez en cuando se cumplen mis expectativas. He releído en estos días una entrevista a la paremióloga Julia Sevilla, uno de esos reportajes con los que los periodistas rellenamos las mellas que las vacaciones y el bochorno del verano producen en la información.
Si en una hora de aburrimiento cae en nuestras manos un periódico caducado, lo que más nos interesa no suele ser la portada, sino algún reportaje perdido en el corazón del diario que nos pasó desapercibido en la lectura del día de la fecha. Tal vez por eso mismo cada mañana abro el periódico con la esperanza de encontrar un artículo donde pueda aprender algo que me invite a pensar, un artículo que seguir recordando al final de la jornada, en el momento de hacer balance. Y aunque son muchos los periódicos que terminan acumulándose en el olvido nuestro de cada día, de vez en cuando se cumplen mis expectativas. He releído en estos días una entrevista a la paremióloga Julia Sevilla, uno de esos reportajes con los que los periodistas rellenamos las mellas que las vacaciones y el bochorno del verano producen en la información.
Antes que nada aclara que una paremióloga es una
estudiosa de los refranes. Cervantes los definía como sentencias sacadas de la
experiencia y El Quijote es un auténtico venero, sobre todo en la voz de Sancho
Panza. Funcionan como eslóganes cargados de información útil y formulados de
tal manera que resulta fácil recordarlos. Para ello utilizan muchas veces la
rima y la medida de las sílabas, dos de las mnemotecnias más habituales en
poesía. Según Julia Sevilla, en las décadas 70 y 80 se recomendaba no
emplearlos en la escuela porque se los consideraba síntomas de empobrecimiento
léxico, quizá por contagio con las reprimendas de Alonso Quijano a su escudero
por usarlos sin tino. Aunque Don Quijote en realidad los apreciaba. La
expresión completa de su reproche es esta: “Un refrán dicho a propósito es un
gran acierto, pero decir refranes sin venir a cuento denota poca habilidad en
el hablar”,
De donde se colige que es útil conocer refranes,
si sabemos cuándo usarlos. Y parece que este es uno de los legados positivos
que reciben los niños criados por abuelos: que saben dichos. Una manera
tradicional de transmitir la sabiduría, una escuela ancestral. Rodrigo Rubio me
contaba que su padre había cimentado una cultura sorprendente de leer y repetir
los proverbios que acompañaban el almanaque de San Antonio (o uno de esos
santos con almanaque, ya no recuerdo cuál). La dosis era ideal: un proverbio al
día, o a la semana, o al mes; que diera tiempo a madurarlo, a entenderlo, a
memorizarlo, a usarlo. Un ritmo apropiado a la vida de entonces, cuando entre
sol y sol cabían unas pocas ideas que el interesado podía masticar hasta que
echaban raíces en su cerebro y florecían en su vida.
En estos tiempos de vorágine, de mochila de
libros para un solo curso, de materias variopintas con temarios que aún se
antojan insuficientes, de profusión de tecnología audiovisual, de búsquedas en
internet, en estos tiempos en los que adaptarse sin duda es necesario y
perseguir la información como si fuera una estrella fugitiva se ha convertido
en una obsesión, quizás estemos perdiendo de vista qué hacer luego con la
información. Tal vez estamos descuidando la sencillez, la memoria, las raíces,
el ritmo pausado del auténtico aprendizaje, que necesita salirse a la puerta al
final de la jornada para hacer balance, para quedarse con un solo pétalo de la
margarita del día, o de la semana, o del mes. Pero un pétalo que se incorpore
para siempre al saber cotidiano. Una parte del patrimonio intangible, un
refrán.
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