La ciudad de los dos himnos



Con el teatro lleno a rebosar, caballeros muy formales, vestidos de rigurosa etiqueta, entonan sin pestañear: “tengo de subir al árbol, / tengo de coger la flor / y dársela a mi morena, / que la ponga en el balcón.”
No se trata de una peña de borrachos. Se trata de los invitados a la ceremonia de los premios Príncipe de Asturias, entonando la letra del himno del Principado, que se decidió que fuera esta canción tan pegadiza. Todos los españoles, sin ser asturianos, la hemos cantado alguna vez, sobre todo si llevábamos alguna copa encima. El maestro Miguel D´ors bromea con la imagen de que entre los invitados están el heredero de la corona española y el arzobispo de Oviedo quienes, con solo dejarse llevar por la letra, estarían anunciando que se encaraman a un árbol o que ofrecen una flor a sus respectivas morenas.
A estos dislates puede llevarnos la letra de un himno, ya que los himnos no han sido concebidos para satisfacer la razón, sino para anublarla con el humo de la camaradería, de la pertenencia a una colectividad, con la ceguera de la celebración. Cuando Aznar quiso poner letra a la marcha granadera, el actual himno de España, contactó con poetas verdaderos, como Luis Alberto de Cuenca, Eloy Sánchez Rosillo o Joan Margarit. Poetas que trabajan el sentimiento desde el matiz, en voz baja, con sutileza, y que se espeluznan con los floripondios y exageraciones que requiere un himno. Por eso no pudo ser. En cambio, la letra de Paulino Cubero, que ganó el concurso convocado por el Comité Olímpico Español, cumplía los requisitos, pero no sirvió de nada porque nadie en su sano juicio, y en frío, es capaz de arrancarse con semejantes sandeces.
Un himno, por lo tanto, es un monumento al nacionalismo, ya sea grande o chico. A más sentimiento de pertenencia a un lugar, más facilidad para que un himno enganche, cuaje y embarque a los ciudadanos. Chinchilla no tiene uno, tiene dos himnos. Uno dedicado a su patrona, la Virgen de las Nieves. Otro dedicado a la ciudad. El día grande de las fiestas patronales, el 5 de agosto, se cantan los dos. Primero en la misa, a mediodía. En realidad en ese momento solo toca el de la Virgen; pero este año el hijo adoptivo de la ciudad, el cura Victoriano Navarro, nos pidió que le entonásemos también el otro, y la iglesia lo bordó como si fuera un solo ser. Luego, al atardecer, tras la procesión en la que se pasea a la patrona por las cuestas de la ciudad, la banda vuelve a tocar el himno que compuso a Chinchilla su hijo Moisés Davia en 1959. Y ya dentro de la iglesia, como colofón de todo, vuelve a sonar el religioso, el compuesto por el organista Juan González Díaz hacia 1915, con letra del párroco de entonces, Ramón Torres.
Yo soy de los que consideran que los nacionalismos, como las banderas, como el deporte de competición y sus medalleros, son subterfugios del poder para manejar nuestras emociones y distraernos de la realidad. Además, en cuestiones religiosas soy agnóstico, que es una condición que no he elegido, pero en la que me siento cómodo. Por eso mismo, cuando llega el momento de los himnos, paso unos momentos traspuesto, hasta que se me nubla el entendimiento y termino cantando y emocionándome con la unanimidad de las voces y la solemnidad de la música. Me siento uno más, no ya de los que están, sino también de los que se fueron y de los que vendrán. Lo que no quiere decir que suscriba el significado de versos como: “peñasco fiero de la Mancha”. Aún no he llegado a calar en la profundidad de lo que significan.

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