En los años 50 Chinchilla estaba
rodeada de polvorines por los cuatro costados. Cada entrada de la ciudad
albergaba explosivos de la Escuadrilla de Logística de la Base Aérea de Los
Llanos en número suficiente para volar toda la ciudad. Como cuenta Fina Ortega
en sus libros de memoria colectiva: el 1 de marzo de 1955, festividad del Ángel
de la Guarda, debió de hacer buen día y algunos de los materiales estuvieron
expuestos al sol. El caso es que en el polvorín principal, el de la salida
hacia Valencia, se declaró un incendio que no había manera de contener.
La noticia corrió más deprisa
que la pólvora. Era mediodía y los chinchillanos la fueron pasando de boca en
boca. La madre de Pepi Hoyos estaba cortando jamón, cuando llegó su marido
desencajado pidiendo que echaran a correr hacia la Montera. La madre de Patro
Toledo había preparado sopa de fideos y estaba toda la familia con la cuchara en
la mano. Tuvieron que dejarla a merced del gato, porque lo prioritario era
poner el pellejo a buen recaudo. Pepi recuerda que su padre les puso un palico
en la boca antes de salir. Lo mismo hicieron los padres de Dolores Blanca y
Antonio Alcázar, tal vez para evitar que se mordieran la lengua por los efectos
del terremoto que acompaña a un estruendo como el que se temían.
Raquel San Román venía de hacer
compras en Albacete y presenció un espectáculo estremecedor: Riadas de vecinos
bajaban por el cerro, cada cual con la máxima celeridad que le permitían sus
achaques y todos con el pánico dibujado en el rostro. Vio hombres, mujeres y
niños huyendo despavoridos. Algunos transportaban en brazos a sus enfermos. Los
más viejos tenían que contentarse con la ayuda de sus garrotas para vencer la
resistencia de sus artritis y sus reúmas. Todos ellos se alejaban del lado este
de la ciudad, camino de la Montera o bien hacia el puente de Cansalobos, por si
acaso la cadena de explosiones afectaba, por simpatía, a toda la ciudad.
Parece mentira que pudiera darse
tamaña estampida en tan poco tiempo, pero así fue. Ni los propios militares, al
mando del teniente coronel Evaristo Pila Carrizosa y el brigada Isaías Galache Rodríguez,
habían tomado una determinación definitiva. De pronto, uno de los soldados obró
por cuenta propia: si hemos de morir de todas maneras, al menos que no sea por
haberlo intentado. Ni corto ni perezoso, se internó en la cueva y, él sabrá lo
que haría allí dentro que, solito, logró sofocar las llamas y acabar con el
peligro. Habían pasado dos horas apenas desde que cundiera la alarma, pero a
muchos les notificaron la buena nueva cuando estaban llegando a Cansalobos.
Cuentan que al soldado valiente
le dieron por toda recompensa un fin de semana de permiso. Hace poco, al cumplirse
el medio siglo de aquella alarma ciudadana, Fina Ortega y sus compañeras de
Antigua Tradición intentaron averiguar su nombre para invitarlo a volver a Chinchilla
y rendirle un homenaje. No lo consiguieron. Aún no han perdido la esperanza,
aunque, por lógica, aquel soldado debe ser a estas alturas, si sigue vivo, un
hombre entrado en años. Pero el incendio tuvo otras consecuencias: los
polvorines de Chinchilla cambiaron de ubicación. Se instalaron en Peña Cárcel,
en un edificio junto a la carretera, ahora también abandonado. Ah, y el gato de
Patro Toledo respetó la sopa de fideos, que su familia pudo tomarse, aunque ya
fría, cuando volvió de la evacuación a retomar su vida.
Esto lo vivimos en familia y me lo contaban mis padres.
ResponderEliminarGracias por la entrada Arturo, me has avivado el recuerdo.