El rincón de Caracol




El viernes pasado nos reunimos en el Pabellón de Chinchilla para rendir homenaje a Caracol. El encuentro, que iba a ser una cosa espontánea y que la familia había pedido que no se difundiese para que quedara entre amigos, al final fue una reunión nutrida, apretada, emocionante. Habló Vicente Albujer, de Radio Chinchilla, habló Pedro, el hijo mayor de Caracol, habló el concejal de deportes Paco Morote, habló Manolo del Club chinchillano de atletismo, y hablé yo, como pude, porque un nudo me impedía proyectar las palabras. Ninguno dijimos gran cosa.
Lo que estábamos diciendo era que estábamos allí, en una noche más de gestos que de palabras. Se descubrió una placa, se le entregó un ramo de flores a Mari Luz, la viuda, nos abrazamos y nos fuimos todos llenos y vacíos.
¿Quién era Caracol? El conserje de toda la vida del Pabellón Municipal de Deportes. Ahí es nada. Si hace cuatro años me hubieran pedido que me imaginase el Pabellón sin su persona, no habría sabido. Formaban una simbiosis. De algún modo, Pedro el Pato (como también lo conocíamos) había hecho suyo el recinto, a la manera discreta y sencilla, nada posesiva, con que hacía las cosas Pedro. Y, a su vez, el edificio lo había adoptado a él de forma estructural, de tal modo que las paredes y las canastas y las porterías y el pavimento azul amenazaban con diluirse si Caracol no andaba por los alrededores, envuelto en su guardapolvos gris, puliendo, barriendo, vigilando.
Es curioso que haya personajes, grandes hombres de estado, aristócratas, insignes intelectuales, que al morir se disuelven en el olvido con tanta velocidad que parece que nunca hubieran existido, mientras que el conserje de un pabellón de deportes de un municipio pequeño siga estando y creciendo un mes después de haberse ido, un par de años después de que la enfermedad lo apartara de su simbiosis con el recinto. Y eso que Pedro parecía hacer esfuerzos para pasar desapercibido. Hablaba poco y, cuando hablaba, era como si las palabras se le enredaran en el bigote para pasar un último filtro de prudencia, antes de salir al encuentro de su interlocutor. Sin embargo, gastaba un humor muy manchego, de golpes inesperados, propios del que solo habla cuando tiene cosas que decir.
Cuando paso ante su puerta, en la que tomaba el fresco en las tardes de verano, cuando me doy una vuelta por el Pabellón, ahí siguen sus frases, cortas, oportunas, escuetas, frases que van siempre conmigo y que afloran cuando deben aflorar. “Este año hay equipo”, me dijo, después del primer entrenamiento con los chavales del fútbol sala. Y ese año ganamos. Me gustaba consultar con él los pormenores de los partidos. Era una especie de asesor secreto. No parecía ni asesor. Estaba barriendo, vigilando, vendiendo refrescos, mientras jugábamos. Pero, al acabar, siempre tenía una observación útil que hacer, algo que se me había escapado. Cuando a mi hijo mayor se le rompió la el peroné, me llamó con palabras tan precisas y un tacto tan medido que pude ir asimilándolo mientras bajaba desde mi casa al pabellón. Poseía más que un arte, un don, el don del hombre discreto y sensato, de los que se dan en un número demasiado escaso para las necesidades de la humanidad.
Cada uno de los que estuvieron el viernes en su homenaje contaría experiencias similares. Pequeño de tamaño, grande de corazón, una placa recordará para siempre a los que visiten el Pabellón Municipal de Chinchilla que por allí zascandileaba Caracol. Los que lo conocimos no necesitamos placa para recordarlo.

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