El martes 3 de junio de 2003, el
trigo estaba alto, pero verde. Tan alto que ocultaba un tope de la vía arrancado
por el accidente. Poco antes de las 10, el vehículo policial pasó a un metro
escaso del tope, sin llegar a verlo. Sus ocupantes estaban hipnotizados por la responsabilidad.
A la velocidad que llevaban, si hubieran colisionado, habrían añadido una
desgracia a la desgracia. Pero tuvieron suerte.
También la tuvieron de que el tren mercancías procedente de Murcia viniera con los contenedores vacíos. De haber ocurrido a la ida, ninguno de los presentes hubiera podido contarlo, porque el amoniaco que transportaban, al mezclarse con el fuego a tan altas temperaturas, habría generado gases letales.
También la tuvieron de que el tren mercancías procedente de Murcia viniera con los contenedores vacíos. De haber ocurrido a la ida, ninguno de los presentes hubiera podido contarlo, porque el amoniaco que transportaban, al mezclarse con el fuego a tan altas temperaturas, habría generado gases letales.
De hecho, durante al menos media
hora, hasta que se confirmó que no había sustancias químicas, las autoridades se
plantearon evacuar el núcleo urbano de Chinchilla, a unos 3 kilómetros, porque
el aire empujaba la nube tóxica precisamente hacia la localidad. Pero ya no
daba tiempo. Por medio de los altavoces de la plaza, se les instó a que
cerraran puertas y ventanas y se guareciesen en sus casas. Algunos llegamos a
aspirar unas bocanadas del aire picante y mórbido, el mismo que aspiraron
Miguel Alcaraz, Emilio Martínez y los primeros que se personaron en el lugar de
los hechos, los componentes de la comandancia local de la guardia civil y
varios vecinos de la pedanía de la Estación.
Miguel el policía ni siquiera estaba
de servicio. Apenas tuvo tiempo de colocarse una camisa policial sobre los
vaqueros y las zapatillas, la indumentaria con la que estuvo participando en
las tareas de rescate hasta el mediodía siguiente. La locomotora 333.304 del
tren mercancías se había empotrado encima de la locomotora Virgen de Begoña,
que remolcaba una rama del Talgo VI. Las llamas crepitaban en medio de un
silencio salpicado con gritos. Los supervivientes se dispersaban por los
bancales, completamente desorientados. No funcionaban los walkies por falta de repetidor,
pero se pudo establecer la comunicación a través de un móvil.
Mari Carmen Alcaraz recuerda regresar
de Albacete y ver pasar lo menos diecisiete ambulancias. Como voluntaria de
Cruz Roja de Tobarra se quedó en la encrucijada de las Delicias. Dice que hubo
suerte de que se abrieran todos los vagones y los supervivientes pudieran
ponerse a salvo. Que los viajeros fallecidos iban en el primer coche. Que hizo mucho
frío aquella noche. Que el servicio de emergencia intervino con rapidez y
eficacia y se preparó un hospital de campaña en la explanada de El Volante y El
Peñón. Los supervivientes siguieron camino hacia Murcia. Lo peor, dice, fue cuando
empezaron a llegar los familiares de los fallecidos, a las 6 de la mañana. A
esa hora vino también José Bono.
El actual jefe de la policía local,
Francisco Núñez, estuvo al frente de la central
de comunicaciones con el policía nacional Francisco Egido, que acudió
voluntario. Tuvieron línea abierta con el ministro Álvarez Cascos, entre otros.
Operaron desde el sótano del actual ayuntamiento, con alguna visita a la
vivienda tutelada de la calle San Julián, donde por obras se encontraban
provisionalmente las oficinas municipales y el único fax disponible. Recuerda
ver regresar a sus compañeros Emilio y Miguel rebozados en polvo blanco y en
sangre. Tardó en conocerse el balance: 19 muertos, 62 heridos. Alguien me
cuenta que, durante unos segundos frenéticos, el factor de la Estación intentó advertir
por teléfono a los maquinistas, tras comprender que los trenes volaban a
encontrarse.
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