No está claro cuándo sucedió esta
historia. Probablemente cuando a los alcaldes aún les llamaban corregidores y,
al caer la noche, no había más luz que la luna. Como mucho, agitaba las sombras
un candil. Los amantes aprovechaban para visitar a sus queridas. Se cubrían con
un sayo, la versión antigua de las sábanas blancas.
Debía ser una práctica más
o menos habitual, para espantar a los testigos y no ser reconocidos, pero nuestro
fantasma la había convertido en rutina y tenía en vilo al barrio. Tanto, que el
corregidor permitió que aquel que se topara con la aparición pudiera atacarla e
incluso herirla, si la contextura del ente admitía las heridas. Es difícil
precisar si el corregidor midió bien su edicto, si solo pretendía reprimir los
instintos del amante, si no esperaba que hubiese alguien capaz de seguirlo a
rajatabla.
El caso es que una noche en que el
ardoroso fantasma se deslizaba, como de costumbre, por detrás del Palacio
Barnuevo, cruzando la plaza, hasta lo que hoy es calle de la Cruz, se topó con
un vecino que no creía en apariciones. Caben todas las conjeturas: desde que
fuera el marido burlado, el padre vigilante o simplemente un bestia. Fue un
tajo o un garrotazo. No ha trascendido la naturaleza del arma, solo las
consecuencias. Nada más abatir al ensabanado, el cazador de fantasmas acudió al
corregidor a dar cuenta del lance. Igual porque esperaba recompensa. Corregidor
y alguaciles se personaron en el lugar. Arrimaron un candil, levantaron la saya
de la cara para identificar al furtivo y el rostro que asomó era bien conocido
de todos, tan conocido que se trataba del propio hijo del corregidor.
No han trascendido más detalles. Bien
pensado, la leyenda prefiere que haya muchos cabos sueltos. La cruz de yeso sigue
inscrita en el mismo edificio y dando nombre a la calle. La cruz que, según
cuentan, mandó marcar el propio corregidor en el lugar exacto para que nadie
olvidase lo que él mismo ya nunca olvidaría. La versión más pormenorizada de
esta historia nos la facilita Manolo Alcázar en el volumen 4 de la Cultura Popular de Chinchilla de Fina
Ortega. Se la escuchó a su abuela Francisca García.
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