Descubrimiento de Pozo Moro

Por una vez hubo suerte. Cuando el arado empezó a escarbar el terreno para oxigenarlo, el dueño andaba cerca. Alguien le avisó de que aparecían piedras con relieves de animales. Esto ha ocurrido muchas veces. Y otras tantas, el arado ha continuado su tarea demoledora. Pero el dueño era el doctor Carlos Daudén, buen aficionado a la arqueología. Ordenó parar, se acercó a echar un vistazo y se dio cuenta de que el tesoro que estaba tocando haría palidecer la mejor cosecha de patatas. Era diciembre de 1971.
La finca de Pozo Moro se llenó de especialistas en diferenciar un vulgar gasón de un sillar cincelado antes de Cristo. Consciente de que el acontecimiento era irrepetible, el doctor empuñó la cámara y filmó lo que veía. Hoy, cualquier móvil hubiera servido. Entonces la cámara, en blanco y negro, era una rareza. Gracias a ella participamos del progresivo asombro de su familia. En trenca y con calcetines largos, primero van recolectando piezas de cerámica y mostrándolas a la cámara. Luego se agrupan al borde de las zanjas para observar el trabajo de los arqueólogos. Los rodea un paisaje casi lunar. Maravilla que los hallazgos, una vez reordenados, estén tan cerca de la superficie, tan al alcance del paciente pero inexorable arado. Cuentan que ya a principios de siglo alguien se dio cuenta de que aquellas piedras eran singulares, de que allí había historia enterrada. Pero hasta que Carlos Daudén no dio aviso a las autoridades culturales, nadie fue consciente del valor del hallazgo. En realidad se trataba de una necrópolis ibérica, situada en un cruce de caminos: el que llevaba de Cartago Nova a lo que hoy es Alcalá de Henares, entonces Complutum, y la Vía Heráclea que unía Gadir con el Levante. No es extraño que las figuras tuvieran rasgos orientales. Con su trasiego, los fenicios llevaban y traían materiales y maneras de trabajarlos. Aparecieron leones, aparecieron relieves que contaban historias. No consta quién dedujo antes que aquello era un mausoleo con forma de torre. Para un especialista resultaba fácil: al fin y al cabo los tres escalones que formaron la base del monumento permanecían intactos debajo de todo.

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