San Vicente Ferrer (1350-1419), patrono de Valencia, se ordenó
dominico en el Convento de Santo Domingo de Chinchilla. Así consta en la
Relación Topográfica encargada por Felipe II en 1575: “en este Convento hizo
profesión (…) y tomó el hábito”.
La biografía del santo, sin embargo, parece
contradecirlo: segundo de los ocho hijos de un notario, varios nobles apadrinaron
su bautizo, y a la tierna edad de siete años recibió la tonsura clerical y un
beneficio en la parroquia de Santo Tomás. Aun así, Chinchilla está llena de sus
huellas. O mejor, de ecos de sus huellas. Desapareció la gran estancia cuadrada
del Claustro donde dicen que se alojó en abril de 1411. Primero fue celda y
luego capilla barroca. Se accedía por una escalera circular de cantería. Fue
demolida en los años 80 del siglo XX, cuando se rehabilitó el edificio. Desaparecieron
también las manchas de sangre de sus mortificaciones, que aseguran que aún se
veían en la pared en 1845 y que no se borraban con nada. En el lado del
Evangelio de la Iglesia de Santa María del Salvador, hay un nicho donde estuvo
el púlpito desde el que predicaba. Tampoco se conserva. Desde allí lanzó
diatribas contra las mujeres chinchillanas, que habían cometido la tropelía de
adornarse el cabello con cintas de colores. Cuentan que se desplazaba montado
en un burro y que le seguía un grupo de fieles que se flagelaban por el camino.
Fue confesor de reyes y de papas, como no podía ser menos después de su precocidad
como sacerdote. Tomó partido con los perdedores en el Cisma de Occidente en
1380 y participó en Caspe en la elección del rey de Aragón. Pero a los 48 años,
estando muy enfermo en Aviñón, tuvo una visión que cambió su vida: en pleno
éxtasis, Jesús le anunció la inminente venida del Anticristo y le encomendó la
tarea de predicar por el mundo. Era a lo que se dedicaban las órdenes
mendicantes desde el siglo XIII, a instar a las masas a hacer penitencia,
dejarse de vicios y a cumplir con los sacramentos. Hacía milagros enarbolando
el índice, como si fuera una varita mágica. Donde le hacían poco caso, al
salir, sacudía las sandalias para no llevarse ni el polvo de la ciudad.
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