En tiempo de los Reyes Católicos, un conjuro guardaba una puerta.
Con los símbolos adecuados y las palabras precisas, el que atravesase el umbral
se purificaba. Tres dragones con cuerpo de serpiente, con las fauces abiertas,
con alas de murciélago y patas de ave, recordaban el acecho del demonio.
Pero entre sus patas sostenían un cartel con una oración curativa. Solo tenías que canturrearla para superar la prueba: “Domine dilexi decorem domus tuae” (Señor, yo amo la casa donde moras”). El versículo 8 del salmo 25. Tanto los dragones como la oración siguen en pie, forjados en hierro, protegiendo el espacio sagrado de la Iglesia de Santa María del Salvador. El mejor artesano de los contornos, Antón de Viveros, los dejó firmados en el año 1503. Solo grabó el apellido, no el nombre completo como había hecho seis años antes en la Catedral de Murcia. Apenas cuarenta años más tarde, en el Concilio de Trento, la Iglesia concedería a los fieles la merced de contemplar cómo se celebraban los oficios, hasta ese momento ocultos. En España nos adelantamos. Hoy, sin embargo, la reja, tiene una función anacrónica: en determinadas celebraciones, separa a las autoridades del resto de los ciudadanos. Hermosa pieza para un anacronismo. La reja es uno de los últimos vestigios del edificio gótico. Sobrevivió a las obras renacentistas que sustituyeron la cabecera por el actual ábside. Y más tarde volvió a sobrevivir a las obras dirigidas por Fray Antonio de San José en el siglo XVIII. Ahí están, junto a los dragones y el salmo, las salutaciones a la Virgen en latín: Ave, reina de los cielos. Ave, madre de los ángeles. Y la profusión de cardinas, esas hojas de cardo propias de las obras ojivales. Y las veinticuatro casitas doradas que representan las ciudades de Judá en las que se reagruparían los supervivientes de Sión, siempre en un número múltiplo de doce. García Saúco y Santamaría, en su libro sobre la Iglesia de Santa María del Salvador, nos descifran los símbolos. Muchas veces repintados y aderezados desde los Reyes Católicos, los dragones y el salmo curativo siguen guardando el umbral del presbiterio quinientos años después.
Pero entre sus patas sostenían un cartel con una oración curativa. Solo tenías que canturrearla para superar la prueba: “Domine dilexi decorem domus tuae” (Señor, yo amo la casa donde moras”). El versículo 8 del salmo 25. Tanto los dragones como la oración siguen en pie, forjados en hierro, protegiendo el espacio sagrado de la Iglesia de Santa María del Salvador. El mejor artesano de los contornos, Antón de Viveros, los dejó firmados en el año 1503. Solo grabó el apellido, no el nombre completo como había hecho seis años antes en la Catedral de Murcia. Apenas cuarenta años más tarde, en el Concilio de Trento, la Iglesia concedería a los fieles la merced de contemplar cómo se celebraban los oficios, hasta ese momento ocultos. En España nos adelantamos. Hoy, sin embargo, la reja, tiene una función anacrónica: en determinadas celebraciones, separa a las autoridades del resto de los ciudadanos. Hermosa pieza para un anacronismo. La reja es uno de los últimos vestigios del edificio gótico. Sobrevivió a las obras renacentistas que sustituyeron la cabecera por el actual ábside. Y más tarde volvió a sobrevivir a las obras dirigidas por Fray Antonio de San José en el siglo XVIII. Ahí están, junto a los dragones y el salmo, las salutaciones a la Virgen en latín: Ave, reina de los cielos. Ave, madre de los ángeles. Y la profusión de cardinas, esas hojas de cardo propias de las obras ojivales. Y las veinticuatro casitas doradas que representan las ciudades de Judá en las que se reagruparían los supervivientes de Sión, siempre en un número múltiplo de doce. García Saúco y Santamaría, en su libro sobre la Iglesia de Santa María del Salvador, nos descifran los símbolos. Muchas veces repintados y aderezados desde los Reyes Católicos, los dragones y el salmo curativo siguen guardando el umbral del presbiterio quinientos años después.
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