La jura de los fueros



La jura de los fueros de Chinchilla por los Reyes Católicos, que se ha celebrado como un acontecimiento trascendental en la historia de la ciudad, en efecto lo fue, pero porque marcó su declive. Así lo explica y lo documenta Aurelio Pretel en su libro Chinchilla Medieval.
Hay que recordar que los Reyes acababan de afianzar su trono, tras imponerse a los que preferían a Juana la Beltraneja en lugar de a Isabel. De hecho, su gran rival, el Marqués de Villena, había sido vencido gracias a Chinchilla. Cierto que los partidarios del Marqués se hicieron fuertes en el castillo. Pero los chinchillanos los cercaron y ofrecieron la ciudad a los Reyes. El asedio duró casi dos años.
Isabel y Fernando agradecieron la fidelidad, concediendo a Chinchilla el título de “Muy leal y noble”. Pero el privilegio perjudicó más que ayudó. Cuando en abril de 1580, el alcaide entregó el castillo al comendador real, la ciudad era una acumulación de ruinas. Buena parte de los vecinos habían muerto en las refriegas o habían puesto tierra de por medio para recomenzar sus vidas, aprovechando el novedoso derecho a la libre fijación de residencia. La cabaña ganadera estaba mermada y dispersa. Las haciendas alicaídas. La artesanía, que ya había entrado en decadencia antes de la guerra, prácticamente estaba desaparecida. Y el comercio estaba tan debilitado que en algunos momentos costó trabajo incluso abastecer el municipio.
Lejos de permitirle levantar cabeza, los Reyes se encargaron de aplastarla más todavía. Para empezar, con su política maquiavélica de asegurarse el poder en cada plaza, nombraron unos gobernadores inflexibles. Al terrible licenciado Frías le sucedió Pedro Vaca, que enemistó a unos vecinos con otros para dividirlos, favorecer los odios y las desconfianzas, e impedir que ganaran fuerza como concejo. La guerra de Granada era un pozo sin fondo y había que exprimir a los municipios con impuestos. Los privilegios comerciales habían sido renovados, pero no se cumplían, lo que dificultaba que progresara la clase media. Y, por si fuera poco, los principales de la ciudad se comportaron como ignorantes pueblerinos que solo pensaban en conseguir beneficios a corto plazo, refugiándose en sus fincas para no sufrir el descontento popular.
Este es el ambiente que encontraron los Reyes Católicos aquel 6 de agosto de 1488. Venían de la zona de Murcia a rematar la faena. Algún vecino me ha contado que no se les permitió pasar por la puerta principal, la que hoy jalonan dos cañones, hasta que aceptaran jurar los fueros. Algún otro asegura que los arcabuceros reales, nerviosos por la espera, llegaron a disparar y causaron daños en algunas casas de la plaza. No aluden a ello, como no lo hagan entre líneas, los escribanos Sancho Martínez Gascón y Ferrando López del Castillo, en su imprecisa crónica. Sin embargo parecen reconocer que el concejo chinchillano salió a recibir a los monarcas a la puerta y que estos no pasaron bajo un paño brocado con los símbolos municipales hasta haber jurado los fueros.
Encabezaba la recepción el licenciado Pedro Sánchez de Belmonte, más por haber demostrado tener ascendente ante los monarcas que por ser un vecino querido. Portaba un bacín de plata con los fueros, una biblia abierta y una cruz. Los Reyes se quitaron los guantes y juraron. Luego entraron a caballo hasta la iglesia de Santa María. La otra, la de San Salvador, ahora San Julián, estaba tan destrozada que ya no volvería nunca a ser la principal. La cruz aún se conserva en el Museo Parroquial.


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