El tesoro de Cerro Vicente

Antes de que existiera la lotería, la esperanza de salir de pobre se cifraba en encontrar un tesoro escondido. Por cierto que las probabilidades matemáticas deben de ser muy parecidas en ambos casos. Era Chinchilla un lugar más propicio que otros para buscar, porque se cumplían casi todas las condiciones favorables: la de haber albergado en su historia diferentes culturas, que se perdían en la noche de los tiempos y se diluían hasta convertirse en leyendas.
No es de extrañar que algún vecino anduviera loco buscando el tesoro. Lo cuentan Elvira Valero y Pedro José Jaén en el número de la revista Zahora titulado Buscadores de tesoros en la provincia de Albacete; leyenda y realidad. Hablan del zapatero Monsarrate, que seguía unas instrucciones consistentes en matar un cabrón negro, murmurando baramana y otras palabras presuntamente mágicas. Tenía que ser en martes. Después, unas visiones revelarían el escondrijo a quien fuese capaz de interpretarlas. Así se lo contó el propio zapatero al preceptor de gramática Joan Ribas, en 1583. Y añadió que las instrucciones procedían nada menos que de Constantinopla.
No menos curioso resulta lo que ocurrió en el Cerro Vicente en torno a 1720. Se trata de un montecillo situado a una legua a pie desde Chinchilla, caminando hacia Levante. Parece que ciertas personas del pueblo tenían fundadas sospechas de que allí había un tesoro, y para desenterrarlo contrataron a cuarenta vecinos de Tarazona de La Mancha. Lo primero que exhumaron fue una lápida con una leyenda. El único que conocía la escritura árabe no fue capaz de descifrarla por lo que, atando unos cabos casi esotéricos con otros, dedujeron que era caldeo, porque  aquella “era la lengua que desde Tubal se usó hasta la venida de Deabo Perión”. Como no le encontraron utilidad, la lápida se perdió hasta la fecha. Puede que aún siga oculta, formando parte de las entrañas de algún palacio o caserón.

Siguieron cavando los cuarenta tarazoneros, primero en perpendicular, y luego en horizontal. Se iluminaban con hachas y antorchas, como era costumbre. Así siguieron hasta dar con una corriente de aguas negras que se despeñaban con gran estrépito. El ruido les contuvo, aunque no lo bastante como para que no aventurasen palos encendidos y hachones al otro lado de la cascada para columbrar qué había. Y vieron una sala que parecía llena de seras y sacos, hacinados unos sobre otros. No podían ser sino los que contenían las monedas del tesoro que andaban buscando. Sin embargo, no debieron considerarlo con mucha fe, ya que se abstuvieron de atravesar la cascada. Los que lo contaron medio siglo después a los topógrafos Duarte, Andújar y Soler, aseguraron que lo que paralizó a los buscadores fue el temor de que el escondrijo estuviese encantado por el mismo diablo. Se consideró realizar ciertos exorcismos para desencantar el lugar, como misas, ayunos, reliquias, y oraciones, pero no hay constancia de que se llevasen a cabo. Tampoco se excavó perpendicularmente desde encima de la sala, que hubiera sido menos religioso pero más práctico. El caso es que, según dejaron dicho los topógrafos en 1778, los chinchillanos que lo contaban “eran personas de íntegra fe y de no vulgar inteligencia”. Sin embargo, y esto es menos verosímil, el supuesto tesoro seguiría estando en el mismo lugar, sin que los excavadores hubieran vuelto para cegar los túneles que conducían hacia el agua negra, encantada y escandalosa que les cerraba el camino. 

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