Convento de Santa Ana



En 2006, por iniciativa de José Ferrero, se realizó en Chinchilla un ciclo de conciertos de música antigua. Tanto como la propia música, el atractivo del ciclo es que iba rotando por las distintas ermitas de la ciudad. Para muchos, fue el primer contacto con algunas de ellas, es decir, una revelación.
Porque las fiestas de los barrios focalizan la atención sobre espacios donde convivieron, igual que en Toledo, árabes, judíos y cristianos, y que aún conservan rasgos de aquel mestizaje. Pero, embebidos del clima festivo, es más difícil reparar en los detalles. Mucha gente no recuerda, por ejemplo, que el primer castillo de Chinchilla no fue cristiano, sino árabe, y que casi con toda seguridad estuvo situado en un emplazamiento distinto del actual. En concreto sobre el barrio de Santa Ana, como sugiere el geógrafo Jacinto González.
De hecho, la ermita de Santa Ana está edificada sobre una antigua mezquita, de la que aún quedan restos de yeso en las paredes, escasos y deteriorados, pero visibles. El minarete no estaría muy lejos de donde ahora se divisa blanca y firme la espadaña. El actual templo de Santa Ana fue en sus tiempos la capilla del convento. Las monjas dominicas oían misa desde los pies de la sala, que antes también fue ermita, la de Santa Catalina, bajo la que yace la mezquita. En un palmo de terreno se superponen muchas cosas, muchas emociones. Incluso las dos iglesias, la de Santa Ana y la de Santa Catalina, coexistieron durante un siglo, entre el XVI y el XVII.
Más atrás, hasta 1518, se remonta la iniciativa de una madre y dos hijas de la familia de La Mota, que decidieron crear el convento dominico y recibieron los privilegios que los concejos reservaban para este tipo de fundaciones. A finales del siglo XVI eran 25 las monjas que se afanaban en los entresijos del edificio. La mayoría de ellas naturales de la propia ciudad. Vivían con una renta muy modesta, y no obstante sus dulces de mazapán, tanto los de bellota como los huevos rollados, alcanzaron una fama que glosan los cronistas relamiéndose. Tres siglos después, cuando la desamortización cayó sobre los bienes eclesiásticos y disolvió el convento, quedaban 15 monjas, con una renta anual de poco más de 40.000 reales.
En el momento de su cierre en 1835, Santa Ana contaba con locutorio, iglesia, coro, sacristía, cocina, refectorio, depósito y un claustro al que llamaban “De las procesiones”. La última remodelación del edificio fue poco antes de esta disolución, a finales del siglo XVIII. El resto de la crónica es, desgraciadamente, la del recuento de lo que falta. No están los cuadros religiosos, ni las imágenes de los santos Catalina, Domingo de Guzmán, Bienvenido y Rosa de Lima. Tampoco una figura de Santa Ana que participaba de los estilos gótico y renacentista. Falta también un retablo churrigueresco del que sin embargo conservamos una fotografía de los años 30.
La iniciativa de Ferrero y las ediciones de Chinchilla por dentro, nos han permitido tomar conciencia de que el viejo edificio sigue en pie y guarda los ecos de las monjas en sus dañadas escayolas. También nos ha descubierto el patio con jardín exterior en el que, tras una diminuta reproducción de La Piedad de Miguel Ángel, se divisa una vista insólita de la ciudad, que primero sorprende y luego invita a detenerse, a suspender el ajetreo. Más discretamente, en los alrededores, las antiguas dependencias del convento sobreviven ahora como casas particulares, comunicadas por viejos adarves, pasillos con patio, un pozo y algún ventanuco característico de la clausura.

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