Las dos águilas de su escudo indican
que la vista privilegiada de Chinchilla sobre el paisaje le permitía mantener
una vigilancia perpetua. Se apoyan sobre el castillo, que es el edificio que
permite mirar y al mismo tiempo guarecerse, sentirse fuerte, superior. La torre
del homenaje era tan alta que permitía dominar leguas y leguas de la llanura.
Desde lo alto de Chinchilla, los días claros, se ve La Roda. Pero desde la
torre del homenaje se veía La Mancha toda, incluso tal vez en días no tan
luminosos.
Se elevaba treinta metros, la mayor de toda la región. Su planta
cuadrada albergaba dos estancias superpuestas. Y, sobre ellas, había una
terraza almenada en la que debía de soplar el viento incluso en los días sin
viento.
Lo cuenta con detalle Aurelio Pretel
en las notas al margen de su libro Chinchilla
medieval, un libro tan minucioso y completo que lo que no le cabía en el
cuerpo de texto lo insertaba en los márgenes, por medio de escolios, como
hacían los copistas medievales. La torre del homenaje estaba reforzada por
fuera con defensas macizas y tenía una estructura sobrepuesta esquinada a la
parte sur, de tal manera que los que la atacaran desde este lado tendrían que
superar diez lados y seis esquinas para poder hacerle mella. En la práctica,
los proyectiles resbalaban en la piel de mampostería.
Para una mejor protección, no había
forma de llegar hasta el piso principal por dentro. Había que utilizar una
escalera externa. Una vez dentro, había un fenómeno extraño: la bóveda de la
sala estaba concebida de tal modo que, si uno susurraba unas palabras en un
lado, se escuchaban perfectamente desde el ángulo opuesto. Por eso la llamaban
la sala de los secretos. Hasta este piso primero o principal asomaba la boca de
un aljibe que permitía surtirse de agua en los casos en que la fortaleza
estuviera sitiada. Desde el segundo piso se accedía a la terraza almenada,
donde había un sistema de cañerías que conducían el agua de lluvia directamente
hacia el aljibe.
Todo esto lo describe Pretel, que bebe
en las notas de Martín de Cantos y del manuscrito de Pedro Cebrián Martínez de
Salas, el cronista entre los cronistas chinchillanos; redactó su historia en
1884, pero de niño había correteado por las estancias de la torre, antes de que
los franceses las dinamitaran en 1812. Apenas un año antes, el ingeniero
militar José de la Corte preparó una reforma de la fortaleza y gracias a él
podemos hoy contemplar la planta y el alzado del castillo, como si se
conservara intacto. En el propio libro de Pretel figuran los minuciosos y
reveladores planos.
Hoy en día solo quedan los cimientos,
el arranque de la planta cuadrada de la torre. Corre el viento en el patio
hexagonal. Y la imaginación tira hacia atrás, al siglo XV, cuando Juan de
Navarra mandó traer del Júcar cuatro carretadas de tablas gruesas para hacer la
puerta y remozar lo que había edificado don Juan Manuel en tapial y mezcla.
Todavía figuran los blasones que le añadió luego Juan Pacheco, que fue quien le
dio la forma definitiva. Solo el hambre podía rendirlo, pero hasta para esta
eventualidad estaba bien preparado, con sus aljibes, sus almacenes de víveres y
de armamento y su molino de mano, que seguro que se completaba con un horno. Y
no faltarían cabezas de ganado, acostumbradas a pastar por la redonda de
Chinchilla, hasta que fuera necesario encerrarlas con los defensores. Hoy
visitaremos estos restos con Aurelio Pretel que viene a Claustro de Chinchilla,
a las doce, para hablar de su libro.
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