Domingo de Resurrección

Hay un poema de Robert Louis Stevenson que siempre me pareció muy hermoso, pero nunca supe por qué. Se llama Prelude y habla en él un tamborilero que va reclutando soldados por los pueblos ayudándose del redoble de su instrumento. Tiene ese tono heroico y soñador que caracteriza a Stevenson. Pero nunca entendí la razón que impulsaba a los vecinos de los pueblos y aldeas a dejarse fascinar por el tambor, por mucho entusiasmo que pusiera el tamborilero en redoblarlo. Al final de la primera Semana Santa que viví en Chinchilla, lo entendí súbitamente.
Casi todos llevaban tambor, menos yo. Y todos lo tocaban con un entusiasmo jubiloso. El pueblo entero se había lanzado a la plaza, vestido con la túnica de cualquiera de las cofradías en que se reparten los vecinos, y con ese soniquete, a medias militar, a medias religioso, que tiene algo de folclórico y algo de masón, y puede que algo de aquellos sambenitos con que la Inquisición humillaba a los reos, y algo también de la anónima y compartida alegría del carnaval, todo junto. Llenaban de ecos el laberinto medieval de Chinchilla y se inventaban la luz que el mal tiempo le estaba negando a la ciudad.
La Semana Santa chinchillana no está tan enfocada hacia afuera como hacia adentro, hacia el propio pueblo, hacia las raíces. Poco importa que, por causa de los nubarrones y el frío intempestivo, alguna vez haya habido más gente desfilando que observando el desfile. Recuerdo aquel artículo en el que Octavio Paz definía la fiesta popular como el momento en que los individuos diluyen sus identidades personales en el personaje colectivo y se convierten en el Pueblo con mayúsculas. En Chinchilla hay una atmósfera permanente de memoria común que actúa como catalizador de conciencias. La gente se vuelca en cuanto surge la ocasión para reconstruir ese eslabón perdido entre el ahora y las raíces. Lo de menos es cuántos miren, porque hay más vecinos desfilando que en su casa, y el desfile no es hacia los turistas, sino hacia el propio pueblo en 1953, cuando empezaron a recuperarse las cofradías, o hacia principios del siglo XVII, donde se remontan los primeros testimonios de las mismas.
He visto a gente de todos los oficios y de todas las edades tocar la corneta o el tambor o marcar el paso como un solo ser, orgulloso y unánime. He presenciado y envidiado el fervor, tradicional más que religioso, que a todos envolvía y que todos irradiaban, y lo he seguido hasta ese final pletórico del Domingo de Resurrección en que, una vez acompañada la Virgen hasta la Iglesia de Santo Domingo, todas las cofradías regresan confundidas unas con otras, mezcladas las capas, algo cansados y satisfechos los semblantes, y quizá, solo quizá, un pelín velados porque la Semana Santa se acaba hasta el año que viene.
Siempre, en ese día, recuerdo el poema de Stevenson. Y, nada más terminar, acudo a releerlo: “Por soleadas calles y plazas de mercado, / donde quiera que voy, redoblo mi tambor, / donde quiera que voy, con mi casaca roja, /  con las cintas del gorro flameando en mi cabeza…” Después, todos los años me digo: el año que viene, si puedo, no me privo de realizar esta disolución del ego en la muchedumbre de la historia, no dejo que me pillen sin tambor. Pero al año siguiente vuelvo a descubrir que mi papel es el de observador, que alguien tiene que hacerlo. Y vuelvo a ir envidiando la unidad y la camaradería, y sobre todo ese último regreso jubiloso, que en cambio todos los nazarenos coinciden en que es la procesión que menos les agrada, porque es la última.



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