En este mundo mestizo, hasta los
términos de ciudad y de pueblo se confunden. Un municipio de 500 habitantes
puede ser ciudad y uno más populoso que su capital de provincia seguir siendo
pueblo. Propongo otro rasero: donde todavía la gente se conoce por el apodo,
son de pueblo, aunque gocen de la distinción de ciudad.
Hace 10 años, con Fina Ortega, nos
propusimos retratar a la gente de Chinchilla en sus apodos. Fina se encargó de
recopilar datos y fotos de los portadores originales. Hablo de portadores
originales, porque los apodos marcan línea sucesoria. Son la sangre azul de las
familias humildes. Se transfieren de padres a hijos, pero no de forma
automática. A veces, los hereda el segundo o el tercero en vez del primogénito.
Incluso un hermano o un sobrino.
La cosa viene de antiguo. Los
personajes de Homero tenían apodo. Jesucristo, don Quijote, El Cid y todos los
reyes a los que se recuerda. En cuestiones regias, carecer de apodo es síntoma
de poca personalidad. Los romanos fueron quienes dieron carta de naturaleza al
sobrenombre. Y nosotros somos romanos por la vía del latín. Es evidente que
nuestros apellidos fueron antes apodos.
En los municipios pequeños, los
apellidos se repiten. El apodo resulta imprescindible para reconocer a las
personas. El modo más socorrido es emplear los rasgos físicos. Si hay dos
Marías, una será rubia y la otra morena, o alta y baja, o guapa y fea. También las
variantes del nombre terminan convirtiéndose en máscaras. No es lo mismo
llamarse José que Pepe, que don Pepe, que Pepito, que Pepillo, que Pepón.
Aunque al de fuera lo llamarán por el topónimo de procedencia y también los
oficios marcan.
Luego está ya la imaginación de cada
cual y su ánimo de hacer pupa. Entran en juego las metáforas, las comparaciones
con seres vivos o inertes. Y cualquier anécdota puede servirle al guasón de
turno para rebautizar a un conocido. Hay empresas, como la Cerámica de
Chinchilla, donde asumir un apodo era un bautismo ineludible. El apodo vive
ahí, en un término medio entre el cariño y la mala leche. Al final, algunos responden
antes al apodo que al nombre. Para identificarlos está el libro.
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