Hay un espacio de Chinchilla donde
puede verse 32 veces la ciudad. Por supuesto, no de forma simultánea. Se trata
de la Galería del Claustro de Santo Domingo donde, hasta el domingo que viene, está
colgada una selección de las obras premiadas en el Concurso de Pintura Rápida,
que ha cumplido veinte ediciones.
Pretender que cada una de estas pinturas abarca una visión completa de Chinchilla se antoja una exageración. Lo sería aunque nos refiriéramos a la obra más perfecta de todas. Sin embargo, cada una de ellas aspira a proporcionar una imagen reconocible de la ciudad, por muy simbólica, esquemática o abstracta que esa imagen sea. Al fin y al cabo, pintar Chinchilla es la condición principal, casi la única, del concurso en el que han participado. Hace más de un siglo que el arte dejó de aspirar a reproducir la realidad hasta el mínimo detalle. Eso no es arte. Es un mapa. Y ni siquiera los mapas más precisos recogen todos los detalles, ni siquiera Google View. Al contrario, el arte en general, y la pintura en particular, pretenden más bien que la realidad se regenere dentro del individuo que la está contemplando. Y para ello le proporcionan elementos que estimulen su bagaje de recuerdos, sus sensaciones, sus imágenes guardadas y seguramente inconscientes. He acompañado a Vicen Diges en la vendimia apresurada y azarosa de cada uno de estos cuadros. Estaban dispersos en los despachos y las estancias municipales, en cuyas paredes fueron colgados con el ánimo de darles una utilidad mejor que la de languidecer en un almacén lóbrego. Y algunos funcionarios se resistían a dejarnos retirar la que consideran su pintura, que es ya el paisaje cotidiano de su faena. “¿Pero la vais a devolver?”, preguntaban desconfiados. Por supuesto, nos la llevamos solo para unos días. En los despachos donde no hay ventana, incluso en aquellos donde las hay y se asoman a los abismos más insinuantes y ensoñadores, la pintura es una ventana más profunda, que ha calado en el interior de los que conviven con ella. Ahora están juntas por primera vez. Es una ocasión magnífica para contemplar la ciudad, desde fuera hacia adentro, 32 veces.
Pretender que cada una de estas pinturas abarca una visión completa de Chinchilla se antoja una exageración. Lo sería aunque nos refiriéramos a la obra más perfecta de todas. Sin embargo, cada una de ellas aspira a proporcionar una imagen reconocible de la ciudad, por muy simbólica, esquemática o abstracta que esa imagen sea. Al fin y al cabo, pintar Chinchilla es la condición principal, casi la única, del concurso en el que han participado. Hace más de un siglo que el arte dejó de aspirar a reproducir la realidad hasta el mínimo detalle. Eso no es arte. Es un mapa. Y ni siquiera los mapas más precisos recogen todos los detalles, ni siquiera Google View. Al contrario, el arte en general, y la pintura en particular, pretenden más bien que la realidad se regenere dentro del individuo que la está contemplando. Y para ello le proporcionan elementos que estimulen su bagaje de recuerdos, sus sensaciones, sus imágenes guardadas y seguramente inconscientes. He acompañado a Vicen Diges en la vendimia apresurada y azarosa de cada uno de estos cuadros. Estaban dispersos en los despachos y las estancias municipales, en cuyas paredes fueron colgados con el ánimo de darles una utilidad mejor que la de languidecer en un almacén lóbrego. Y algunos funcionarios se resistían a dejarnos retirar la que consideran su pintura, que es ya el paisaje cotidiano de su faena. “¿Pero la vais a devolver?”, preguntaban desconfiados. Por supuesto, nos la llevamos solo para unos días. En los despachos donde no hay ventana, incluso en aquellos donde las hay y se asoman a los abismos más insinuantes y ensoñadores, la pintura es una ventana más profunda, que ha calado en el interior de los que conviven con ella. Ahora están juntas por primera vez. Es una ocasión magnífica para contemplar la ciudad, desde fuera hacia adentro, 32 veces.
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