Cuentan que la hoguera ardió varios
días y que se veía perfectamente desde Albacete. El combustible, entre otros
cachivaches, fueron las maderas de la iglesia de Santa María del Salvador.
Todas las maderas. Incluidas las del retablo mayor, del que solo se conservan
fotografías. Una general y algunos detalles.
Les sirvieron a Alfonso Santamaría y Luis Guillermo García Saúco para dictaminar que aquel retablo fue una de las obras más valiosas de la ciudad. Labrado en el primer cuarto del XVII, sus figuras no mostraban una destreza exquisita, pero empezaban a perder las rigideces del gótico para adquirir la naturalidad del nuevo estilo procedente de Italia. En una palabra, era una de las primeras obras renacentistas de los contornos. En sus indagaciones sobre el autor, Santamaría y García Saúco solo averiguaron un nombre. Sin apellidos. El Maestro Antonio. El mismo que debió de labrar, y en la misma época, el retablo mayor de la Catedral de Murcia; otro que se llevó el fuego, aunque en esta ocasión un incendio fortuito. Ambos guardaban concomitancias con el de la catedral de Palencia, de donde pudo traerse el Maestro Antonio las ideas. El retablo marcó el inicio de una época de visitas a Chinchilla de artistas como Jerónimo Quijano y Esteban Jamete. A lo mejor Diego de Siloé. Dejaron el estupendo ábside de la iglesia. También el Pósito y las Tercias, sólidos y funcionales. Pero las maderas del retablo se las llevó el fuego en 1936, junto con un facistol medieval y un púlpito renacentista y cuanto pudieron arrancar de las paredes las hordas encanalladas. Arrastraron la leña sagrada hasta Juego de Bolos y allí le prendieron fuego. Ocurrió en un arrebato de indignación, tal vez justificado. Los sentimientos nacen sin gobierno. Pero uno puede aprender a gobernar en cómo reacciona ante ellos. Si hubieran sabido, aquellos incendiarios se hubieran desahogado de otro modo. Como los furibundos de las redes sociales. En el Museo Parroquial solo nos quedan unas fotos y las cabezas de tres santos, que se salvaron de la quema. San José, San Felipe y San Mateo. Parecen poca cosa, pero son algo más que una lección de historia.
Les sirvieron a Alfonso Santamaría y Luis Guillermo García Saúco para dictaminar que aquel retablo fue una de las obras más valiosas de la ciudad. Labrado en el primer cuarto del XVII, sus figuras no mostraban una destreza exquisita, pero empezaban a perder las rigideces del gótico para adquirir la naturalidad del nuevo estilo procedente de Italia. En una palabra, era una de las primeras obras renacentistas de los contornos. En sus indagaciones sobre el autor, Santamaría y García Saúco solo averiguaron un nombre. Sin apellidos. El Maestro Antonio. El mismo que debió de labrar, y en la misma época, el retablo mayor de la Catedral de Murcia; otro que se llevó el fuego, aunque en esta ocasión un incendio fortuito. Ambos guardaban concomitancias con el de la catedral de Palencia, de donde pudo traerse el Maestro Antonio las ideas. El retablo marcó el inicio de una época de visitas a Chinchilla de artistas como Jerónimo Quijano y Esteban Jamete. A lo mejor Diego de Siloé. Dejaron el estupendo ábside de la iglesia. También el Pósito y las Tercias, sólidos y funcionales. Pero las maderas del retablo se las llevó el fuego en 1936, junto con un facistol medieval y un púlpito renacentista y cuanto pudieron arrancar de las paredes las hordas encanalladas. Arrastraron la leña sagrada hasta Juego de Bolos y allí le prendieron fuego. Ocurrió en un arrebato de indignación, tal vez justificado. Los sentimientos nacen sin gobierno. Pero uno puede aprender a gobernar en cómo reacciona ante ellos. Si hubieran sabido, aquellos incendiarios se hubieran desahogado de otro modo. Como los furibundos de las redes sociales. En el Museo Parroquial solo nos quedan unas fotos y las cabezas de tres santos, que se salvaron de la quema. San José, San Felipe y San Mateo. Parecen poca cosa, pero son algo más que una lección de historia.
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