El gran teatro medieval del mundo



Hay quien está convencido de que la vida entera es teatro, de que cada vez que nos relacionamos con otras personas, estamos actuando. No me refiero solo al delantero que se tira a la piscina del área y finge que lo han matado, con más o menos talento para el drama.
Un profesor puede ser tímido y sin embargo no parecerlo en absoluto cuando está impartiendo clase, porque ha dejado su personaje principal colgado en la percha del departamento y ha sacado del baúl de los disfraces un tipo dicharachero, o serio, incluso canalla, según requiera la ocasión. Si las cosas fueran como tienen que ser, el aprendizaje de la profesión de docente debería incluir como asignatura el arte de la actuación y el manejo de todas sus herramientas, lo que evitaría que muchos de los que imparten la enseñanza acaben sufriendo hasta la amargura por falta de registros para enfrentarse a un grupo de adolescentes en pie de guerra.
No recuerdo a quién le leí que la vida en sociedad sería impracticable si no existiera la hipocresía social, que consiste básicamente en saludarse con las personas con una sonrisa aunque uno no tenga ganas de sonreír ni de saludarse. Este lubricante para las relaciones interpersonales no deja de ser teatro, y garantiza llevar adelante negociaciones útiles para las dos partes, que resultarían imposibles si cada uno de los que interactúan decide mantener a rajatabla su papel de individuo en trance de odiar irreconciliablemente al otro. La hipocresía social es enriquecedora para las sociedades donde se practica, por lo que debería de aprenderse en los colegios como asignatura obligatoria.
Si me permiten una reflexión gratuita, yo creo que la derecha es una gran practicante de la hipocresía social, lo que permite uniones de hecho inimaginables sobre el papel, como que en el partido en el poder figure todo el espectro conservador desde la extrema derecha al centro. En cambio, la izquierda ha carecido históricamente de este valioso lubricante: la más mínima diferencia convierte en irreconciliables a dos personas de izquierda, sin que ninguna de ellas sea capaz de relajar su papel interpretativo, hasta el punto de que la izquierda española es una inmensa y mayoritaria torre de babel cuyos aspirantes concurren a las elecciones en fila de a uno, cada cual con unas siglas propias. Y así nos va a los zurdos en España.
En Chinchilla se juntan estos últimos días de junio todos los teatros. Al gran teatro del mundo, como definió Calderón de la Barca la vida nuestra de cada día, se une el Festival de Teatro Clásico que se desarrolla en el Claustro de Santo Domingo. En las interpretaciones de los personajes históricos podemos encontrar el reflejo de nuestras propias interpretaciones cotidianas, y aprender para actuar mejor. Es cierto que el teatro es una convención, pero está tomada de la misma vida, y al salir del teatro los espectadores devolvemos a la vida, a nuestra vida, lo que hemos visto y sentido durante la representación. Y esto siempre sucede, no importa que lo hagamos sin darnos cuenta. Además encontramos las calles y las plazas de la ciudad medieval ocupadas por un mercado medieval, lo que puede producir un extrañamiento involuntario: uno de pronto se pregunta dónde está, en qué ciudad, en qué sitio, en qué época. Aunque solo dure unos segundos, si uno está atento y la aprovecha, esta desconexión es buena. Está empezando a aflorar de nuestro ser otro de los personajes que también somos. Solo hay que dejarlo que se maneje. Para aprender a interpretarlo basta con insistir.

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