Chinchilla
atrae las miradas y atrae las visitas. Al mismo tiempo contempla y es
contemplada desde la inmensa llanura manchega. Además es el primer o el último
promontorio (según se vaya o se venga) de la puerta natural que comunica la Meseta
con el Levante. Este emplazamiento privilegiado ha atraído a las tribus, los
pueblos y las civilizaciones. Su cumbre o sus alrededores han estado poblados
desde la época ibérica hasta la contemporánea, con más o menos demografía, pero
sin profundas interrupciones. Chinchilla ha ido reuniendo así un patrimonio
variado que no se limita al conjunto urbanístico y los monumentos como el
castillo, los baños o las iglesias, sino que abarca pinturas, objetos para el
culto e instrumentos profesionales y rituales, y también vestigios
arqueológicos y fósiles y paisajísticos. Tampoco le faltan tradiciones, a las
que tan aficionados son los chinchillanos. No hay variedad del patrimonio
histórico de la que no atesore alguna muestra. Y encima está a solo trece
kilómetros de la capital de la provincia y bien comunicada por autovía con el
centro de las Españas y la costa levantina.
En
definitiva, es un conjunto privilegiado que está pidiendo a gritos un
desarrollo turístico que amplíe las posibilidades económicas de sus habitantes.
¿Por qué no llega ese desarrollo, a pesar de sus fantásticas condiciones? Esa
es la pregunta del millón, que solo admite respuestas fragmentarias. Por un
lado, la ciudad carece de infraestructuras, de coordinación entre sus servicios
y de una publicidad adecuada: no hay ni un solo hotel en su casco histórico.
Por otro, los chinchillanos aún no se lo han planteado seriamente, les falta
conciencia de las posibilidades que ofrece el turismo, les falta convicción de
que puedan interesar más allá de sus límites municipales elementos con los que
han convivido sus padres, abuelos y bisabuelos y que a fuerza de verlos todos
los días han perdido para ellos cualquier otro valor que no sea el de la
costumbre.
Sin embargo
los visitantes no dejan de recalar en sus calles y en sus plazas y sobre todo
en sus cafeterías y restaurantes. Los sábados y festivos se forman romerías de ciclistas y corredores en los senderos de
la Sierra Procomunal. Cada vez que un albaceteño quiere agasajar a una visita y
mostrarle un lugar con sabor histórico, la sube a dar una vuelta por la Plaza
de la Mancha. En verano se celebra un festival de teatro clásico y un festival
de cantautores y otro de jazz. Son muchos los madrileños que hacen una parada
en su viaje a la costa para adentrarse en el pueblo, atraídos por la silueta
del castillo. Y no son pocos los artistas e intelectuales que se han afincado
en el laberinto medieval fascinados por lo que podríamos llamar la sugestión de
la historia.
Cuando en
mayo de 2013 el diario La Tribuna de Albacete, a través de su jefe de redacción
José Fidel López Zornoza, me ofreció escribir una columna semanal, pensé que se
me presentaba una oportunidad excelente para indagar públicamente sobre el
misterio turístico no resuelto de Chinchilla. A la sazón estaba yo de alcalde y
consideré que formaba parte de mis deberes escribir sobre la ciudad y su
potencial, con la esperanza de que la enumeración de sus virtudes sirviera para
darla a conocer y también para explicármela a mí mismo y a quien quisiera
seguirme. Es quizá el primero de los objetivos de este libro: indagar sobre el
misterio de que la ciudad no termine de explotar sus posibilidades.
Intitulé la
sección Chinchilla mon amour sin
pararme a desentrañar por qué lo hacía. Fue más un impulso que un pensamiento, como
a menudo sucede con las experiencias afectivas, que tienen tanto de irreflexivo
como de incondicional. Las tropas napoleónicas, a las que parece aludir con
ironía la expresión mon amour, obraron
un gran destrozo en el patrimonio chinchillano, pero también lo han hecho el
paso del tiempo, la desatención y el desconocimiento. La referencia más remota
a este título es una película de Alain Resnais (1959) titulada Hiroshima, mon amour, que relata un
romance en la ciudad japonesa devastada por la bomba atómica. Pero yo solo
buscaba un título sonoro, sin ánimo de suscitar segundas, terceras o cuartas
lecturas.
Primero
tanteando y luego dejándome llevar por la inercia, con ayuda de amigos y
vecinos, de historiadores y de libros, fui publicando un artículo tras otro.
Las piezas aparecían los domingos en la página dos de La Tribuna. Enseguida me llegaron ecos de que la columna suscitaba
la atención de numerosos lectores. Me llegaban propuestas de nuevos temas. Y animado
por estos ecos seguí incrementando el número de entregas hasta sobrepasar las
cien y alcanzar las ciento veinte. Cuando me di cuenta de que estaba empezando
a agotar la veta y corría el riesgo de repetirme o de verme obligado a rebajar
el nivel, hablé con el director Javier Martínez y le propuse que cambiáramos la
cabecera por un título más genérico que me liberara del pie forzado. Supo
entenderme y rebautizamos la sección que ahora se llama Con las manos en los bolsillos.
En el
tiempo en que había ido acumulando artículos sobre Chinchilla no habían sido
pocos los amigos que me preguntaban si planeaba reunirlos en un libro, dando
por hecho que este sería el desenlace natural. Al terminar mi servicio como
político, consideré que las expectativas hay que aprovecharlas y me enfrasqué
en la tarea de componer el libro. Pronto me di cuenta de que fusilar los
artículos tal y como habían ido sucediéndose era malbaratarlos y que mi
obligación era facilitar el trabajo al lector, hacérselo más placentero e
informativo.
Necesitaba
establecer un orden y el que sentía más natural era el cronológico. Pero muchos
de los artículos no se referían a una fecha concreta, ni a un año, ni siquiera
a una época, sino que hacían un recorrido diacrónico. Opté por clasificarlos tomando
como referencia el año o la época más antigua a la que cada pieza aludía.
Entonces saltaron a la vista lagunas, reiteraciones y no pocas inexactitudes
impuestas por el ritmo semanal de publicación en el periódico, que no dejaba
apenas margen para hacer consultas ni comprobaciones.
Sin ánimo
de ser exhaustivo, pero sí todo lo exacto que pudiera permitirme, me puse a
corregir. Pedí consejo a los expertos, que se volcaron como buenos amigos y
grandes profesionales. Pero la mayoría son historiadores y su afán científico me
conminaba a ampliar, concretar, detallar y así no terminaba nunca. Tuve que reconsiderar
y convencerme de que yo solo soy un divulgador y que mi aportación es contar
historias y abrir ventanas para que otros profundicen, dar una visión de
conjunto y desde luego entretener, si soy capaz, a quienes se acerquen a
leerme.
Mi amigo
Juanjo Jiménez, un todoterreno de la imagen y la imagen viva de un todoterreno,
me animó a que el libro fuera además un objeto placentero para manosear, para
regalar y para disponer en los anaqueles para posibles consultas. En realidad
fue él quien hizo lo necesario para que su propuesta se cumpla. La fotógrafa
Consuelo López, con quien habíamos colaborado en proyectos anteriores, se ha
embarcado en el proyecto tal y como es ella, con absoluta llaneza, generosidad
y entrega. Mi hijo Ardiel Tendero me sugirió ampliar la utilidad del libro
añadiéndole una cronología de acontecimientos, y él mismo se aplicó a la tarea.
Ellos son tan artífices de lo que tienes entre manos, querido lector, como yo
mismo.
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