Un museo como no hay dos

Hace treinta años, en junio de 1973, se celebró un homenaje a los alfareros de Chinchilla en una de las Cuevas del Agujero, concretamente en la Cueva de la Leña. Los organizadores reunieron a los tres que quedaban en la ciudad, de más de 40 que hubo, y expusieron 107 piezas. Parece que fue ayer, y sin embargo el tiempo ha soplado:
ya no queda ningún alfarero. Hace más de una década que fue destruido el último horno árabe que sobrevivía. Ahora las piezas se cuecen con hornos eléctricos, lo que les da un acabado diferente. Pero fue útil aquel homenaje. A partir de entonces, el matrimonio formado por el oftalmólogo Manuel Belmonte y Carmina Useros se entregó a la colección de piezas de barro con el mismo entusiasmo con que antes se había consagrado a la recopilación de tradiciones culinarias, artesanía y fiestas populares.
Cuando llegaba el fin de semana, Manuel y Carmina se lanzaban a las carreteras de España en busca de alfares. En cada uno, compraban una o dos piezas, las que consideraban más representativas. Después le explicaban al artesano que las expondrían en su Museo. Para no liarse con los datos, anotaban en un esparadrapo el nombre de la pieza, el autor y la localidad de origen, y lo adherían a la base. Llegaban a Chinchilla el domingo por la tarde y descargaban las piezas con la ayuda de los vecinos Nieves García y Fernando Royo. El hermano de Manuel, el arquitecto Carlos Belmonte, les regaló el diseño del edificio. Y con actos culturales, suscripciones populares, subvenciones y la consabida hipoteca, sin que tampoco faltaran las donaciones de tejas, ladrillos y otros materiales, el 26 de junio de 1980, inauguraron el Museo Nacional de Cerámica de Chinchilla.
En el camino quedaron algunas ideas, como la parte del Museo al aire libre, que no cuajó porque, sin vigilancia, las piezas no duraban mucho enteras. Además, en 1985, murió Manuel, que era el mayor defensor del proyecto. Pasaron unos años hasta que Carmina y su hija Pilar, con la ayuda de Antonia Descalzo, se animaron a terminar la catalogación de las obras, que empezaran con Manuel. En junio de 2005, siempre en junio, se presentó el Catálogo en el Museo Arqueológico de Madrid. Casi dos mil piezas, procedentes de 576 alfarerías de la práctica totalidad de España. Ese es el tesoro, repartido en las seis salas del peculiar edificio de balcón rojo y cinco ventanucos cuadrados a la derecha de la puerta. Un edificio situado en el barrio de Santa Ana, en la calle de la Peñuela, en lo que debió de ser el barrio judío de la ciudad.
Tras unos comienzos de gran visibilidad y reconocimiento nacional, pasó con el Museo de Cerámica lo que suele pasar con las cosas que nos parecen ya conocidas porque las tenemos muy cerca. La sensación de que no hace falta visitarlas para conocerlas. Y de no visitarlas, se acaba por no valorarlas, pues ahí están. Y, aunque sigue recibiendo un goteo anual de visitantes, atraídos por la singularidad de la colección, el Museo se ha dejado contagiar de la inopia de una ciudad donde todo el patrimonio estaba cerrado y solo podía tocarse la epidermis medieval, el trazado sinuoso e inclinado de las calles, las fachadas añosas, la sugestión de la historia. Una cuarentena de asociados lucha porque la llama de la ilusión siga viva, por informatizar el Museo, porque la juventud tome el relevo, porque no falte quien lo atienda. Hoy sábado, Chinchilla abre las puertas de muchos de sus edificios emblemáticos. El Museo también, porque nunca las ha cerrado.



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