Sí, era yo el que cruzó la plaza
de Chinchilla la otra noche del brazo de mi hija con un nudo en la garganta. Nos
deslumbraban los focos. Y los vecinos, que habían formado un pasillo entre la
calle de San Julián y el pie del escenario, nos observaban con una mezcla de
curiosidad y de cariño.
Era como flotar en la luz, luchando por caminar más
despacio que el corazón, por corresponder a las miradas de los conocidos, de
agradecerles su apoyo, por evitar que la emoción nos desmontara la sonrisa y
nos empañara los ojos. Qué difícil. Cinco minutos antes de iniciar el paseíllo,
yo estaba tranquilo como una piscina y mi hija hecha un flan. Déjame que
retenga las imágenes, me había pedido, ella que es muy de imágenes. Pero en el
momento de oír su nombre y el mío pronunciados por los presentadores, cuando se
instaló un silencio expectante en torno a nosotros, de pronto ya no sabía si
estaba sintiendo yo, o si sentían por mí las luces y las miradas. Y puesto que
no eran míos, tampoco podía controlar del todo los sentimientos. Los
sentimientos son salvajes, brotan y ya está. No puedes controlarlos. Solo intentas
controlar cómo reaccionas ante ellos. ¿Pero quién está entrenado para controlar
los sentimientos provocados por un paseíllo con tu hija del brazo por la plaza
del pueblo, ante la mirada de todos? ¿Qué demonios estaba haciendo yo allí?
Mira que le había dicho a mi hija: no te presentes. Y ella me había respondido:
no te preocupes, si no me van a elegir; voy a ser dama, con mi amiga Leticia;
las damas también se pasan unas fiestas estupendas y solo hay una oportunidad
en la vida. De acuerdo, vale. ¿Qué otra cosa se le puede contestar a una hija
que está en el umbral de la mayoría de edad y que te razona sus decisiones?
Pero que conste que a mí no me habían gustado nunca las elecciones de reina. No
me habían gustado porque soy instintivamente republicano y, aunque no guarde
una relación directa con la monarquía, demonios, se le llama reina a la reina.
¿Y su padre que es? De modo que tuve que usar todos los argumentos que se me
ocurrían para ponerme en el papel: ¿qué tiene que ver lo de la reina de las
fiestas con la política? Además, al fin y al cabo, aquí la eligen de forma
democrática, con los votos de los vecinos. Y, como decía Borges, la democracia
es un curioso abuso de la estadística. Miro a las seis muchachas. Están todas
preciosas, como corresponde a su edad. ¿Por qué una entre las seis? ¿Por qué
una y no uno? Porque así son las tradiciones, me chiva mi Pepito Grillo de
cabecera; mira qué churro resulta en Albacete elegir a una manchega y un
manchego de las fiestas. Y déjate de rollos, que bien que se te saltaban las
lágrimas con tu hija del brazo, concejal de Izquierda Unida. No puedo negarlo.
Y luego hasta me marqué con ella unos pasos de vals que habíamos ensayado. A
veces, esto que llamamos civilización nos confunde. Lo que allí se dirimía para
nosotros es más tribal, mucho más simple: el pueblo confirma que nos acepta en
su seno a mi familia a mí. Y en el rito de iniciación, mi hija ya no es una
adolescente, alcanza la edad de merecer. Y su padre la de ser abuelo de la
tribu. ¡Viva mi pueblo! ¡Vivaaaaa!
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