Conozco a un montón de gente que, de
paso por la autovía, ha visto el castillo de Chinchilla y se ha dicho: vamos a
echar un vistazo. Han sido muchísimos. Al fin y al cabo, es tentador. La silueta
de la ciudad, desde Albacete, es una esfinge, con el perfil recortado del castillo
por cabeza. Entre sus muros estuvo preso César Borgia. También Pascual Duarte, el
personaje de Cela. Los viajeros que se han desviado han subido preguntando, atrapados
en el laberinto medieval. Todos han recorrido las cuestas con curiosidad
creciente. Y todos se han dado de bruces con la puerta cerrada. Y se han vuelto
a la autovía maldiciendo.
Hace unos años, solo estaba la puerta de
poniente, de espaldas a la ciudad, lo que constituía un completo disparate. En
noviembre de 2010 terminó de restaurarse la muralla y se reconstruyó la puerta
sur, con un puente levadizo que sobrevuela el escalofriante foso de casi veinte
metros. Al menos, los novios pueden fotografiarse ante los escudos y hasta dejar
constancia de su paso prendiendo un candado en la reja, otra de esas modas
incomprensibles. Pero el interior del castillo sigue vedado, de momento. Pensaba
yo que dentro solo habría una explanada insulsa, con tres agujeros profundos,
peligrosísimos. Pensaba que podríamos taparlos con unas rejas para evitar
accidentes y celebrar actividades culturales o simplemente abrir el recinto a
los curiosos.
Sin embargo, cuando franqueamos el
umbral, Josico, Manolo y yo, nos recibe un panorama inesperado. Durante la
restauración, los arqueólogos han excavado en toda la superficie del patio. Han
dejado al descubierto los cimientos de la antigua torre del homenaje, de una
parte del penal de seis pisos donde tantos españoles sufrieron la doble condena
de la privación de libertad y unas condiciones climatológicas extremas. Todo
ese pasado que parecía arrancado de raíz cuando se derruyó el penal y se
diseminaron los escombros, sigue aquí debajo. Ni su construcción acabó con los
vestigios del siglo XV ni su demolición fue tan definitiva como para borrar del
mapa la huella del horror. Bajo nuestros pies siguen estando las cicatrices,
las huellas palpitantes.
Mientras me encaramo, subo, salto, en un
recorrido tortuoso, por entre las malas hierbas que empiezan a adueñarse del
espacio, el tiempo se perfila. Aquí están los múltiples aljibes, los pozos que
demuestran la obsesión de los constructores por tener siempre agua a mano. También
las gateras por las que esa misma agua se deslizaba montaña abajo por
misteriosos conductos llenos de leyendas sobre fugas imposibles. Manolo
menciona que su abuelo el Manchego estuvo aquí preso tres años. También mi
abuelo Antonio padeció aquí un tiempo similar y contrajo la tisis. Flanqueado
por los muros almenados, con solo el cielo por testigo, el patio se dilata en
su desolación.
Recuerda el patio de Las cuatro plumas donde Gary Cooper
encontraba a sus compatriotas muertos en sus emplazamientos defensivos, como si
aún guardaran un disparo para el viento que agitaba sus ropas. Y como las otras
veces que me he sentido inmerso en una experiencia singular, pienso que esto
deben vivirlo también mis familiares, mis amigos, la gente a la que aprecio y
la gente que se desvía de su ruta, espoleada por la curiosidad, y se da con la
puerta en las narices. Qué bueno sería que un sendero de piso transparente
recorriera buena parte del espacio entre aclaraciones de qué es cada muñón,
cada resalte. La idea no es mala. Ahora ya solo falta financiarla. Casi nada,
en los tiempos que corren.
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