Ciudad de la sal



Una de las primeras cosas que me llamó la atención de la historia de Chinchilla, fue que los cronistas la llamasen de tantas formas distintas: desde Saltigi a Yinyila, Yinyala, Santiyila, Sintiyala, pasando por Chinchiella.
Como si cada uno que llegara volviera a bautizarla, ya fueran prerromanos, romanos, musulmanes o cristianos. Como lego en cuestión de toponimias, asumí que esta diversidad era normal en todas las ciudades que tenían un pasado profundo, y lo dejé estar. Al fin y al cabo, abundan las asociaciones chinchillanas, predominantemente culturales, que adoptan cualquiera de las variantes, con la convicción de estar asumiendo una fase distinta y diferenciada del pasado común. Hasta que Juan Antonio Chavarría ha venido a decirnos que todos esos nombres son los eslabones de una misma cadena. Es decir, el mismo nombre, pero pronunciado con el acento del que iba llegando.
El más antiguo de los que conocemos, el prerromano Saltigi, está compuesto de dos partes, según Chavarría: el prefijo Salt, que significaba antes del latín lo mismo que significó en el indoeuropeo y que sigue significando hoy en día en casi todas las lenguas cercanas, o sea, sal. En cuanto a la segunda parte, es decir igi o tigi, significa lugar o ciudad en varios pueblos de la mitad sur de la península e incluso en el norte de África. Vamos, que lo que hoy llamamos Chinchilla significaría en su origen: pueblo de la sal. Nada sorprendente si tenemos en cuenta que, aún en el siglo XV, las ordenanzas municipales de la ciudad seguían distinguiendo entre pilares dulces y pilares salobres. Y tampoco olvidemos que la sal era un producto muy valorado desde el neolítico y que en el antiguo camino de Aníbal, solo entre Chinchilla y Játiva, se suceden casi una veintena de lagunas de potencial explotación salina.
Más complicado es seguir el hilo de los cambios de pronunciación. Chavarría, que es un filólogo incansable e irreductible, asegura que cuando Ptolomeo en el siglo II llamó a Chinchilla Saltiga, ya la estaba declinando en latín. Mucho más explosivo es lo que hicieron los árabes, que tuvieron que adaptarla a su lenguaje. Para empezar, la santificaron, cosa que acostumbraban a hacer con todos los topónimos que empezaban con algo que les sonara al san o santo de los anteriores pobladores. Ya tenemos Santiga. Además, les resultaba más fácil pronunciar el sonido yim que el sonido gim, y así lo hacían, con lo que llegamos a Santiya. Asegura Chavarría que los árabes añadían un artículo al final, lo más confuso del proceso, que en lengua árabe es ala o ila: Santiyala. Para terminar, los andalusíes, andaluces de entonces, como los de ahora, tenían peculiaridades en la pronunciación: la a intervocálica la pronunciaban i, un fenómeno que se conoce como imala. Resultado: Sintiyila, pronto resumido en Yinyila.
Ni que decir tiene que Chavarría no convivió con los yinyalíes para saber cómo se expresaban. Sus conclusiones proceden de un estudio concienzudo de los escritos de aquella gente que, por pura lógica, transcribiría lo que hablaba y oía. No termina aquí el proceso, claro. La Historia Roderici, en el siglo XII, cuenta que el Cid envió sus adelantados “ad partes Cinxella” para avisar del paso del rey Alfonso VI. Y en 1243, premiaron al maestre Pelayo Pérez por los servicios prestados en la conquista de Chinchellam. Pero es que habían oído mal a los árabes. Desde 1250 a 1288 afinaron la oreja y se impuso la fórmula Chinchilla, heredera cristiana de la Yinyila musulmana. Menudo viaje, a lomos de las palabras.
Juan Antonio Chavarría: Cuando Castilla-La Mancha era Al-Andalus, geografía y toponimia. 2011, Ciudad Real. Ed. Almud.

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