La fuente era rosa y gris, de jaspe de Novelda.
Ocupaba el centro de la plaza de Chinchilla. Y la gente le tenía cariño. O
quizás haya ido ganándole cariño con los años.
En aquel tiempo había que guardar cola para recoger el agua en cántaros y botijos y acarrearla a casa, tareas fastidiosas para las mujeres, que eran las que se encargaban. Entre 1964 y 1966 se hicieron obras para mejorar la conducción de agua corriente y el pavimento de la plaza, entonces de José Antonio. También retiraron la fuente. No consta con qué intenciones. Tal vez para dejar espacio a los coches, que representaban la modernidad y que hoy constituyen una plaga invasora. Desprovista de aquel centro neurálgico y simbólico, la plaza está como perdida. Ya entonces, el ayuntamiento, en un pleno celebrado el 14 de diciembre del 65, acordó pedir a la Dirección General de Arquitectura que se la devolviese al pueblo, junto con los pilares de hierro de la lonja, entonces sustituidos por los actuales de madera. No tenían decidido qué hacer con estos elementos, pero, mientras se lo pensaban, querían impedir que desapareciesen. La Dirección General de Arquitectura fue magnánima y accedió. Fulgencio Calera, que trabajó en las obras con su camión Barreiros Saeta recién estrenado, recuerda que cargó las piezas de la fuente desmontada y las vació en una escombrera situada al final de la calle de la Fuente, al pie del cerro, donde hoy hay un parque con columpios. No recuerda más. Se pregunta qué fue de ellas. La mayoría de la gente con la que hemos hablado, también. Samuel, el del bazar, vio los poyetes redondos grises, los bolinches que sirvieron de asiento a la juventud ociosa, esparcidos en la otra punta, en unas eras junto a las escuelas. Ramón Mascarica dice que no, que eran fragmentos del templete de la Placeta del Circo, también desmontado, también desaparecido. Durante mucho tiempo las eras fueron bancales de cultivo. Hoy están urbanizadas. Sobre ellas se asienta el Centro de Salud. Hay que ver cómo se mueve la ciudad y cómo desorienta, qué deprisa se olvidan cosas que el día anterior está viendo todo el mundo. O creyendo que las ve, pues la rutina desdibuja lo evidente. Miramos, pero no vemos lo que está en nuestras narices. Cuarenta y seis años después, es como si la fuente se la hubiera tragado la tierra. Como si la tierra se entretuviese en cambiar de sitio las cosas. La gente, sin embargo, no olvida la fuente de la plaza. La Asociación Antigua Tradición, la misma que ha devuelto la costumbre de sacar los Miércoles el día de la ceniza, encargó a los belenistas una réplica a tamaño natural. Se construyó, aunque con materiales menos nobles y menos resistentes que el mármol. Guardada está. Cuando Ángel Huedo, administrativo del Ayuntamiento, se entera de mis indagaciones, emerge muy grave detrás de los papeles que se acumulan sobre su mesa. “Yo sé dónde está la fuente”, sentencia; “¿quieres saberlo”. Asiento, por supuesto. Camina hacia una de las ventanas que se asoman al Cerro de San Cristóbal, el de la Antena. Abre y me señala el parque de la calle de la Fuente, el que crece sobre la escombrera donde Fulgencio Cabrera descargó las piezas con su camión. “Debajo de ese parque”, dice Huedo. “Algún poyete se ve en alguna casa de los alrededores, pero la mayor parte de la fuente sigue allí, donde la tiraron, entre las raíces de los árboles”. Tiene su lógica, aunque Ramón Mascarica, que vive por la zona, lo niegue muy tajante: “Pos qué va estar ahí la fuente; algún trozo puede haber, pero no más.”
En aquel tiempo había que guardar cola para recoger el agua en cántaros y botijos y acarrearla a casa, tareas fastidiosas para las mujeres, que eran las que se encargaban. Entre 1964 y 1966 se hicieron obras para mejorar la conducción de agua corriente y el pavimento de la plaza, entonces de José Antonio. También retiraron la fuente. No consta con qué intenciones. Tal vez para dejar espacio a los coches, que representaban la modernidad y que hoy constituyen una plaga invasora. Desprovista de aquel centro neurálgico y simbólico, la plaza está como perdida. Ya entonces, el ayuntamiento, en un pleno celebrado el 14 de diciembre del 65, acordó pedir a la Dirección General de Arquitectura que se la devolviese al pueblo, junto con los pilares de hierro de la lonja, entonces sustituidos por los actuales de madera. No tenían decidido qué hacer con estos elementos, pero, mientras se lo pensaban, querían impedir que desapareciesen. La Dirección General de Arquitectura fue magnánima y accedió. Fulgencio Calera, que trabajó en las obras con su camión Barreiros Saeta recién estrenado, recuerda que cargó las piezas de la fuente desmontada y las vació en una escombrera situada al final de la calle de la Fuente, al pie del cerro, donde hoy hay un parque con columpios. No recuerda más. Se pregunta qué fue de ellas. La mayoría de la gente con la que hemos hablado, también. Samuel, el del bazar, vio los poyetes redondos grises, los bolinches que sirvieron de asiento a la juventud ociosa, esparcidos en la otra punta, en unas eras junto a las escuelas. Ramón Mascarica dice que no, que eran fragmentos del templete de la Placeta del Circo, también desmontado, también desaparecido. Durante mucho tiempo las eras fueron bancales de cultivo. Hoy están urbanizadas. Sobre ellas se asienta el Centro de Salud. Hay que ver cómo se mueve la ciudad y cómo desorienta, qué deprisa se olvidan cosas que el día anterior está viendo todo el mundo. O creyendo que las ve, pues la rutina desdibuja lo evidente. Miramos, pero no vemos lo que está en nuestras narices. Cuarenta y seis años después, es como si la fuente se la hubiera tragado la tierra. Como si la tierra se entretuviese en cambiar de sitio las cosas. La gente, sin embargo, no olvida la fuente de la plaza. La Asociación Antigua Tradición, la misma que ha devuelto la costumbre de sacar los Miércoles el día de la ceniza, encargó a los belenistas una réplica a tamaño natural. Se construyó, aunque con materiales menos nobles y menos resistentes que el mármol. Guardada está. Cuando Ángel Huedo, administrativo del Ayuntamiento, se entera de mis indagaciones, emerge muy grave detrás de los papeles que se acumulan sobre su mesa. “Yo sé dónde está la fuente”, sentencia; “¿quieres saberlo”. Asiento, por supuesto. Camina hacia una de las ventanas que se asoman al Cerro de San Cristóbal, el de la Antena. Abre y me señala el parque de la calle de la Fuente, el que crece sobre la escombrera donde Fulgencio Cabrera descargó las piezas con su camión. “Debajo de ese parque”, dice Huedo. “Algún poyete se ve en alguna casa de los alrededores, pero la mayor parte de la fuente sigue allí, donde la tiraron, entre las raíces de los árboles”. Tiene su lógica, aunque Ramón Mascarica, que vive por la zona, lo niegue muy tajante: “Pos qué va estar ahí la fuente; algún trozo puede haber, pero no más.”
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