Tuvimos mala suerte con los
franceses que tomaron Chinchilla durante la Guerra de la Independencia. No eran
un dechado de Ilustración, que digamos. Eran militares y se comportaron como
bárbaros. No solo vaciaron de cereal el Pósito y la Tercia, para suministrarse.
También derribaron con hornillos la torre del homenaje del castillo, que había dominado
con gallardía el paisaje de la Mancha desde los tiempos del Marqués de Villena.
Pero estas acciones, como llevarse los cañones de bronce, pueden considerarse propias de la guerra. No tanto sucede con el órgano de Santo Domingo, que destruyeron también, junto con las imágenes y el sagrario y hasta el camarín de la Virgen del Rosario.
Pero estas acciones, como llevarse los cañones de bronce, pueden considerarse propias de la guerra. No tanto sucede con el órgano de Santo Domingo, que destruyeron también, junto con las imágenes y el sagrario y hasta el camarín de la Virgen del Rosario.
Faltan además en las salas
capitulares municipales las mazas de plata de los maceros, que más tarde serían
sustituidas por las actuales de madera. Pero quizá el estropicio mayor de todos
fue la destrucción del archivo del Ayuntamiento. Para obstaculizar la entrada a
la plaza desde el Arco de la Villa, no se les ocurrió otra cosa que arrojar los
protocolos apergaminados y prender una hoguera con ellos. Los ruegos de la
Junta Popular al Conde de Erlon para que detuviera semejante tropelía solo
lograron salvar un puñado de muñones chamuscados. En cambio se recuperaron las
alhajas de la Parroquia de Santa María del Salvador. Fue gracias a la gestión
de Fray Pedro del Sacramento, que primero convenció al Conde de Erlon y luego
tuvo que alcanzar en La Gineta al convoy que las transportaba.
Y todo este trajín destructor ocurrió
visto y no visto. De hecho, hay quien dice que las tropas francesas hubieran
pasado de largo si, el 24 de agosto de 1812, el castillo no hubiese disparado a
José Bonaparte, cuando viajaba hacia Valencia. El fuego graneado solo consiguió
desviar el convoy al camino de Pozo de la Peña, para eludir el alcance de los
proyectiles. Pero, al volver, en octubre, sitiaron el castillo. No era tanto
una venganza como una parada para surtirse y cobrar una plaza firme, por si
había que vérselas con el duque de Wellington. El comandante español, Cearra,
había condenado la puerta del castillo que daba al pueblo, por lo que los
franceses tomaron las calles sin ninguna oposición, y situaron su artillería en
toda la periferia del castillo, desde San Blas hasta San Julián, para fustigarlo
con más de 1.200 proyectiles.
Aún así, de no ser por la meteorología,
el asedio habría resultado infructuoso. Ya dio un aviso el tiempo el día 3. Cuando
se permitió abandonar el castillo a algunos paisanos que habían buscado refugio,
uno de ellos, Pascual Picazo Martínez, como no se fiaba, salió abrazado a un
colchón para cubrirse. El poderoso viento lo alzó desde el puente levadizo y lo
tiró al foso. El buen hombre, a la sazón maestro de obras y autor de la peineta
barroca del ayuntamiento y el último cuerpo de la torre parroquial, tuvo la
suerte de caer sobre el colchón. Pero, en la noche del día 8, en medio de una
tormenta estrepitosa, un rayo se coló en la torre del homenaje y fue a buscar
el pabellón del gobernador Cearra, al que hirió gravemente. Por la mañana, el sustituto
firmó la capitulación, no sin antes disparar varias veces al portador de la
bandera blanca, porque la niebla y los nervios no dejaban ver claro.
Dos siglos después, el otro día, en
las salas capitulares, abrimos un arcón y aparecieron dos sables franceses de
la Guerra de la Independencia. Uno de caballería y otro de gala. Será que nos
los dejaron, a cambio de sus hazañas.
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