La hoguera que arde todos los años
en San Antón, el sábado más cercano al 16 de enero, lleva ardiendo dos siglos y
medio, por lo menos. Desde que un vecino del barrio, Julián López de Arrieta,
tiró de sus convecinos y solicitó permiso al obispo para levantar una ermita y
ponerla bajo la advocación de San Antonio Abad. Era el año 1777.
El edificio
fue creciendo gracias a la colaboración ciudadana, que es generosa y
bienintencionada, pero inconstante. Por eso se tardó más de diez años en darle
forma. De hecho, el propio López de Arrieta tuvo que volver a dirigirse al
obispo en 1783 para que le permitiera demoler otra ermita cercana, la de San
Josef, y aprovechar las tejas y la madera para rematar con ellas la obra, que
aseguraba que estaba ya muy avanzada. Mentira piadosa, porque aún tardarían un
lustro en concluirla. Aunque lo cierto es que tampoco ayudó mucho la ruina
anterior, que fue vendida al alarife Jacinto Lario por 1.500 reales de vellón,
para que a cambio rematara las obras.
Todo ello lo relatan Alfonso
Santamaría y Luis Guillermo García Saúco en su legendario artículo sobre las
ermitas de Chinchilla. Están las que dieron nombre a cada uno de los barrios:
Santo Domingo, San Julián, Santa Ana, San Antón. Y luego están las que desaparecieron.
De la citada ruina de San Josef no pudieron salvarse ni las tejas, pero tomó
nombre la calle que lleva desde la rotonda de la farola hasta San Antón. No se
llama de San Antón, como algunos creen, sino de San José. Los muñones de
aquella ermita aún pueden verse en una vieja fotografía, tomada más o menos
desde donde hoy están los chalés de la gasolinera. Antes de llamarse de San
Josef, tuvo otra advocación, la de Santa Elena, que aún da nombre a la calle de
arriba del Centro de Salud y a todo el barrio de la antigua carretera.
En el sábado más cercano a San
Antonio Abad, la calle de San José volverá a llenarse de vecinos y visitantes,
que van y vienen con roscas, empanadas, bien abrigados para celebrar la fiesta.
La hoguera ya digo que es tan antigua como la ermita. Y sirve para iluminar la
no menos antigua subasta, en la que el maestro de ceremonias vocea con
entusiasmo los distintos manjares: que si tortas de embutido, que si tortas de
sardinas, que si forros, que si chorizos y, a veces, hasta algún gorrinico que
trota por los alrededores. A medida que van decantándose las viandas, se doran
en las brasas de la hoguera y son compartidas y degustadas por los amigos del que
más ha pujado. El gentío inunda el patio y oscila entre arrimarse a las llamas
para protegerse del gélido enero, o bien separarse de ellas para evitar las
esquirlas y el humo que esparce el viento. Este flujo y reflujo, la
conversación y la comida mantienen entretenida a la concurrencia.
Para que nadie se vaya de vacío, con
el estómago frío, la Asociación de Vecinos de Santa Elena y San Antón invita a
cascos de patatas al horno y a un vaso de vino de la tierra. Al final, el
dinero de la subasta ayuda al mantenimiento de la ermita, que se ha abastecido
de semejante manera desde que fueron tomando forma su planta de cruz latina y
su cúpula sobre tambor y su retablo de estilo rococó tardío. De modo, que ese
anochecer de bullicio y convivencia, del que vuelve uno a casa oliendo a
sagato, sirve encima para mantener cuidada y viva la más joven de las ermitas
del patrimonio chinchillano. Que, por cierto, según los músicos, tiene una
sonoridad excelente, virtud que comparte con la de San Julián, lo que la
convierte en candidata ideal para conciertos y grabaciones.
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