Las bozainas


 


Las bozainas, cuando suenan a lo lejos, en los callejones de Chinchilla, ponen los pelos de punta. Las bozainas pertenecen a la misma familia que las gárgolas que remataban las canaleras de las catedrales medievales, esos seres deformes y boquiabiertos, como salidos de una pesadilla. Unas y otras forman parte del siniestro decorado con el que los torturadores de conciencias sobrecogían a los fieles, representándoles una visión terrorífica del infierno.
Ya no son lo mismo, claro. Al seguirlas en procesión, cada sábado de Cuaresma, a partir de las once de la noche, la comitiva va pensando en todo menos en las calderas de Pedro Botero. Por delante abren camino una campanilla y un tamboril. Detrás los bozaineros hacen rodar sus instrumentos, hasta las paradas donde los hacen resonar. La lúgubre melodía se expande, penetra en los callejones, se difunde entre los muros y las cuevas, hace temblar la corteza misma de la tierra.

Las actuales bozainas son dos largos conos, de unos tres metros cada uno, estrechos en el extremo donde se sopla, y cada vez más anchos conforme se acercan al final. Una es más gruesa y grave, la otra más delgada y aguda. Por su longitud, y para ser acarreadas con más facilidad por las cuestas y escaleras, llevan acopladas unas ruedas de madera. Prácticamente en el siglo en que estamos, sustituyeron a las antiguas, que eran de hojalata. La Asociación Cultural de la Cofradía del Santísimo Cristo de la Agonía y del Santo Entierro es la encargada de guardarlas y tocarlas. Las bozainas originales eran de hierro fundido, y fueron destruidas en la Guerra Civil. Puestos a mejorarlas, se les han añadido también unas boquillas, de trompeta para la más aguda, y de bombardino para la grave.

Hay constancia de que ya resonaban en el siglo XVI. La escasez de crónicas, y la parquedad de las que nos han llegado, nos impiden saber si se remontan más atrás en el tiempo. También se perdieron las partituras con los sonidos originarios, aunque la reconstrucción que hizo el maestro Soria, en los años 50, resulta muy eficaz por la mezcla de belleza y repeluzno que consigue. Al principio las seguían solo los componentes de la cofradía, pero la voz ha corrido y en ocasiones se junta un centenar largo de personas, la mayoría vestidas de oscuro y embargadas de un creciente respeto. Una mujer recuerda estremecida el terror que le producía de niña oír que se acercaba el traqueteo casi pueril de las ruedas de madera. Habla de un tiempo, no tan lejano como parece, de calles oscuras y de chimeneas encendidas, como única defensa contra el sueño, el invierno y las creencias. Ahora, al fin y al cabo, tenemos las farolas. Cada cierto tiempo de caminata, callan el tamboril y la campanilla que encabezan la marcha y, sobre el silencio, se escucha el sonido pavoroso y antiguo de las bozainas.

El recorrido cambia de semana en semana, y parece que hay momentos en los que los propios guías dudan. Pero los que las siguen, terminan hipnotizados por el estribillo de campanilla y tambor, y por ese ulular que recuerda muchas cosas y no se parece a nada en concreto. La noche se enfría muy deprisa, como si esos largos conos sonoros tuvieran alguna oscura capacidad para extraer de la meteorología, y de los elementos en general, la faceta más triste. Los coches que se cruzan con la comitiva apagan sus luces, también alguna moto. Hay magias inexplicables en la tradición que el progreso aún no ha logrado exterminar. En la procesión del Santo Entierro también salen, acompañando el paso del Santo Sepulcro.

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