El río de Chinchilla



Ahora recorremos cientos de kilómetros para darnos un bañito en el mar. Pero tardamos dos o tres horas, como mucho. Antiguamente, cuando los medios de locomoción eran pedestres, el mar quedaba tan lejos de La Mancha que podía dudarse hasta de su existencia. Pero tampoco es que el río estuviera mucho más cerca. Sin embargo, según la leyenda, una vez al año, los chinchillanos se daban un paseo de 25 kilómetros largos, en romería, hasta Valdeganga.
Bueno, en realidad un poco más. Dos kilómetros y medio más, hasta la aldea de Puente Torres. Hasta el paraje que todos llaman El Santo, menos los mapas topográficos, que lo denominan La Abadía. Cuatro leguas, es decir, cuatro horas, según algunas crónicas. Cuentan que los romeros acarreaban una imagen a la que veneraban y que (es uno de los misterios que habrá que desentrañar) muchos varones iban en calzoncillos en señal de penitencia.
Teniendo en cuenta que la leyenda se pierde en la noche de los tiempos, y los mezcla, no podemos saber qué tipo de calzoncillos eran aquellos. Sabemos en cambio que, una vez en el lugar, se entregaban a una serie de festejos y de juegos, de los cuales solo nos queda la referencia al tiro de la reja. Consistía en lanzar lo más lejos posible la parte del arado que rompe la tierra y abre el surco. Había que lanzarla de tal maña que al caer se clavase en el suelo. La reja era de hierro, se parecía en la forma a una punta de flecha y pesaba unos ocho kilos, más o menos. No importa lo desdibujada que quede la leyenda porque somos la encarnación de nuestras propias leyendas; por eso es fácil imaginarse el jolgorio, la comilona después de la caminata y la expectación por ver cuál de los mozos ganaba el concurso.
Un año, justo cuando se disponían a jugar, apareció un tipo altivo montado en un caballo blanco. No lo oyeron decir ni pío, pero le dejaron que participase. Cuando, tras tomar impulso, la reja abandonó su mano para volar por los aires, todos comprendieron que el individuo era aún más inquietante de lo que parecía. Unos aseguraban que la reja cayó en el otro lado del río, que ya sería un récor mundial de aquella época y hasta de la nuestra. Otros, que la perdieron de vista y ya fue imposible encontrarla. Satisfecho con su hazaña, el intruso subió a su caballo y picó espuelas. En medio de aquel ambiente de fervor a la vez etílico y religioso, la convicción de que habían visto actuar al diablo en persona corrió como la pólvora y acabó con la romería.
O tal vez no. Tal vez es solo una manera de explicar lo que no necesita explicación. Que el tiempo termina derrotando todas las costumbres humanas. Aunque no tanto que no queden en pie cuatro pares de arcos góticos, que en su día formarían las dos naves de una pequeña ermita. La mezcla de cal, ceniza, arena y agua ha sido capaz de sostener las piedras calizas tanto tiempo como ha sostenido las leyendas el gusto de contarlas. Una cruz griega y un par de hornacinas, coronadas por una concha, completan los restos, custodiados por una valla de madera. El Cristo Crucificado y la estatua de San Benito, que un día dieron sentido a la ermita, andan perdidos en el mismo lugar donde cayó la reja. Antes había pasado por aquí la vía romana que venía de Gadir, camino de Cesar Augusta, pasando por Chinchilla. Se cruzaba con la que iba hacia la costa. Sería esto una mansión donde comer y cambiar de caballo. Y acaso, también, darse un bañito purificador. Los ríos curan. Igual merece la pena caminar cuatro leguas para comprobarlo.

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