El Cachivache




Cuando leí el completísimo Chinchilla medieval, de Aurelio Pretel, publicado por el Instituto de Estudios Albacetenses en 1992, hubo muchas cosas que se me escaparon o me quedaron en duda. Ese tipo de cosas que uno se propone preguntarle a Aurelio cuando se lo encuentre, y que luego no le pregunta nunca porque se te olvidan o no vienen a cuento cuando lo ves. Cátese el lector de que hablamos de un libro de 500 páginas, escritas con letra menuda y apretada para que quepan todas las consideraciones del investigador. Bien pues, de todas las lagunas de aquella lectura febril, han sobrevivido dos. Una no viene a cuento. La otra es el Cachivache.
Decía Aurelio, en algún lugar de las 500 páginas, que el Cachivache aún se conservaba y podía verse en la Chinchilla actual. Y yo le daba vueltas a esta afirmación, extrañándome de que un armatoste así, tan grande como para denominarse cachivache en singular, no saltase a la vista. De todos es sabido que cachivache se usa más en plural; ya Covarrubias dejó dicho que los cachivaches son los trastos viejos y quebrados que están en los rincones de las casas. Para la Real Academia, un cachivache sigue siendo una vasija, un utensilio, un trebejo más bien roto o por lo menos arrinconado por inútil. Y tirando de etimología, sabemos que viene de cacho, que a su vez viene del latín caccabus, que significaba pote, olla, cazo.
Todo muy interesante, pero no sacaba el Cachivache de su escondite, con lo que empecé a temer que, entre la escritura del libro de Aurelio y la actualidad, el Cachivache hubiera desaparecido para siempre. Aunque no sin dejar rastro: hay una calle entre Chinchilla y el Cerro de San Cristóbal que se llama así. También sirve como apodo a Juan José Navalón, teniente de alcalde durante 20 años, al que todo el mundo conoce más por El Cachi que por su nombre de pila. Parece que, en el colegio, el maestro reconocía a los chiquillos según la calle donde vivían, y Juan José vivía en la calle del dichoso Cachivache.
Finalmente, veinte años después, Aurelio Pretel ha venido a Chinchilla a ayudarnos en un asunto que comentaré otro día, y nos fuimos a los aljibes, situados al final de la calle de La Fuente. Quería enseñarme los brocales de unos pozos tan antiguos que no se explica si son árabes o romanos. “Fíjate”, me señaló: “cómo se notan las grietas que han ido labrando las cuerdas de subir el agua durante generaciones”. Yo, que paso casi a diario por el lugar, nunca había reparado en esos brocales gemelos, situados a unos cinco pasos uno de otro y ocultos a la calle por una especie de recinto de mampostería de baja altura que parece concebido para disimular los pozos más que para resaltarlos. Tanto es así que vas a beber en la fuente, justo al lado, y ni los miras.
Los pozos estaban llenos el día que los vimos. El agua bailaba muy cerca de la superficie. Según Aurelio, en las crónicas de Felipe II se decía que “Chinchilla medra gracias a la finura del agua del Cachivache”. “¡El Cachivache!”, exclamé exaltado. ¿Dónde está? “Aquí, debajo de esto”, contestó Aurelio tan tranquilo. En el dibujo de Van den Wingaerde, que está en la portada de mi libro, se ve muy bien.” En cuanto pude, capturé de la estantería el Chinchilla Medieval de Aurelio Pretel. Ahí estaba el Cachivache, una especie de arcón a dos aguas con unos brocales de pozo en su superficie. Un gran recipiente donde se acumula el agua que baja del Cerro de San Cristóbal.

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